I
Sabía que iba a pasar; lo supo en cuanto la vio. Hacía muchos años que no volvía al Chaco yen medio de tantas emociones por los reencuentros, Araceli fue un deslumbramiento. Tenía el pelonegro, largo, grueso, y un flequillo altivo que enmarcaba perfectamente su cara delgada,modiglianesca, en la que resaltaban sus ojos oscurísimos, brillantes, de mirada lánguida peroastuta. Flaca y de piernas muy largas, parecía a la vez orgullosa y azorada por esos pechitos queempezaban a explotarle bajo la blusa blanca. Ramiro la miró y supo que habría problemas: Aracelino podía tener más de trece años.Durante la cena, sus miradas se cruzaron muchas veces, mientras él hablaba de los añospasados, de sus estudios en Francia, de su casamiento, de su divorcio, de todo lo que habla unapersona que los demás suponen trashumante porque ha recorrido mundo y ha vivido lejos, cuandoregresa a su tierra después de ocho años y tiene apenas treinta y dos. Ramiro se sintió observadotoda la noche por la insolencia de esa niña, hija del ahora veterano médico de campaña que fueraamigo de su padre, y que lo había invitado con tanta insistencia a su casa de Fontana, a unosveinte kilómetros de Resistencia.La noche cayó con grillos tras los últimos cantos de las cigarras, y el calor se hizo húmedo ypesado y se prolongó después de la cena, rociada de vino cordobés, dulzón como el aroma de lasorquídeas silvestres que se abrazaban al viejo lapacho del fondo de la finca. Ramiro nunca sabríaprecisar en qué momento sintió miedo, pero probablemente sucedió cuando descruzó las piernaspara levantarse, al cabo del segundo café, y bajo la mesa los pies fríos, desnudos, de Araceli letocaron el tobillo, casi casualmente, aunque acaso no.Cuando se pusieron de pie para ir al jardín, porque el calor era sofocante, Ramiro la miró. Ellatenía sus ojos clavados en él; no parecía turbada. Él sí. Caminaron, con las copas en las manos,detrás del médico, que ya estaba bastante achispado, y de su esposa, Carmen, quien no dejaba dehablar. Los más chicos se habían acostado y Araceli, decía su madre, era raro que estuvieradespierta a esa hora. "Los chicos crecen', dijo el médico. Y Araceli hizo como que miraba algo, alcostado, en un gesto que Ramiro interpretó cargado de la intención de que él viera su mediasonrisa.Charlaron y bebieron en el jardín trasero, hasta las doce de la noche. Fue una velada que aRamiro le resultó inquietante porque no podía dejar de mirar a Araceli, ni a su falda corta queparecía remontarse sobre las piernas morenas, suavemente velludas, impregnadas de sol, que enese momento brillaban a la luz de la luna. Era incapaz de apartar de su cabeza algunas excitantesfantasías que parecían querer metérsele en la conversación, y que no sabía reprimir. Araceli no dejó 7de mirarlo ni un minuto, con una insistencia que lo turbaba y que él imaginó insinuante.Al despedirse, cometió la torpeza de volcar un vaso sobre la muchacha. Ella se secó la pollera,alzándola un poco y mostrando las piernas, que él miró mientras el médico y su esposa, bastantebebidos los dos, hacían comentarios que pretendían ser graciosos.Cuando se adelantaron para abrir la puerta que daba al patio, a fin de atravesar la casa hastala calle, Ramiro tomó a Araceli de un brazo y se sintió estúpido, desesperado, porque lo único quese le ocurrió preguntar fue:-¿Te manchaste mucho?Se miraron. Él frunció el ceño, dándose cuenta de que temblaba a causa de su excitación.Araceli cruzó los brazos por debajo de sus pechos, que parecieron saltar hacia adelante, y seencogió con un ligero estremecimiento.-Está bien -dijo, sin bajar la mirada, que a Ramiro ya no le pareció lánguida.Minutos después, cuando cruzó la carretera y entró al viejo Ford del 47 que le habían prestado,Ramiro se dio cuenta de que tenía las manos transpiradas, y que no era por el agobiante calor de lanoche. Entonces fue que se le ocurrió la idea, que no quiso pensar ni por un segundo: apretó variasveces, violentamente, el acelerador, hasta que no dudó que había ahogado el motor. Con rabia, yahora sin apretar el pedal, hizo girar en vano el arranque. El motor se ahogó más. Repitió laoperación varias veces, empecinado, furioso, haciendo un ruido que se fue apagando junto con labatería.-¿No arranca, Ramiro? -preguntó el médico desde la casa. Ramiro pensó que ese hombre, yaborracho, era un estúpido por preguntar algo tan obvio. Con un gesto exagerado, y secándose elsudor de la frente, salió del coche y dio un portazo.-No sé qué le pasa, doctor. Y me quedé sin batería. ¿No me daría un empujón?-No, hombre, quedate a dormir y listo; mañana lo arreglamos. Además es tarde y hacedemasiado calor. Y en el viaje a Resistencia se te puede descomponer de nuevo.Y sin esperar respuesta caminó hacia la casa y empezó a ordenar a su mujer que le prepararana Ramiro el dormitorio de Braulito, el mayor de sus hijos, que estudiaba en Corrientes.Ramiro se dijo que acaso se iba a arrepentir de su propia locura. Se preguntó qué estabahaciendo. Dudó un instante, petrificado sobre el camino de tierra. Pero capituló cuando vio aAraceli, en la ventana del primer piso, mirándolo.8IIEl cuarto al que lo destinaron también quedaba en la planta alta. Después de rechazar lainvitación a tomar otra copa, y de despedirse del matrimonio, Ramiro se encerró en el dormitorio yse sentó en el borde de la cama, hundiendo la cabeza entre las manos. Respiró agitado, preguntándosesi era el verano chaqueño, el calor, lo que lo ponía tan caliente. Pero no era eso: debióadmitir que no podía olvidar el color de la piel de Araceli, ni la insinuación de sus pequeños pechosduros, ni su mirada que ahora dudaba si había sido lánguida o seductora, o las dos cosas.Sí, se dijo, las dos cosas, y se apretó el sexo, erecto, dolorosamente endurecido, como siestuviera por romper las costuras del pantalón. Se sintió enfebrecido. Tenía la boca reseca. Le dolíala cabeza.Debía ir al baño. Quería ir, para ver... Cuando abrió la puerta de la habitación, el pasilloestaba a oscuras. Se detuvo un momento, recostándose en la jamba, para acostumbrarse a lapenumbra. A su izquierda había dos puertas cerradas, que supuso serían del matrimonio y de losniños; una tercera estaba entreabierta y desde adentro llegaba la tenue luz de un velador. Supo queera el cuarto en cuya ventana había visto la figura recortada de Araceli. Una cuarta puerta dejabaver un lavatorio blanco. Se metió en el baño lentamente, espiando la habitación iluminada, pero nopudo verla.Se sentó en el inodoro con los pantalones puestos y se estiró el pelo hacia atrás. Sudaba y lacabeza no dejaba de dolerle. Buscó una aspirina tras la puerta con espejo que había sobre ellavatorio. Tomó dos y luego se lavó las manos y la cara, durante un largo rato, refregándose losojos. No podía pensar. Pero enseguida se dio cuenta de que no quería hacerlo, porque algo le decíaque ya sabía lo que iba a pasar, su propia ansiedad le anunciaba una tragedia. El miedo y laexcitación que sentía lo bloqueaban y sólo podía escapar actuando, sin pensar, porque la luna delChaco estaba caliente esa noche, y el calor era abrasador. Porque el silencio era total y el recuerdode Araceli era desesperante y su excitación incontenible.Salió del baño, cruzó el pasillo, volvió a espiar, no alcanzó a verla y se encerró nuevamente ensu dormitorio. Se tiró sobre la cama, vestido, y se ordenó dormirse. Perdió noción del tiempo y alrato se desabotonó la camisa; dio vueltas sobre la colcha y cambió de posición un millón de veces.Le era imposible dejar de pensar en ella, de imaginarla desnuda. No sabía qué hacer, pero algo teníaque hacer. Fumó varios cigarrillos, muchos de ellos dejándolos a la mitad, y finalmente se puso depie y miró su reloj. La una y media de la mañana. ¿Qué estoy haciendo?, se preguntó, debo dormir.Pero abrió la puerta y volvió a asomarse al pasillo.El silencio era absoluto. De la puerta entreabierta de la habitación de Araceli ya no salía la luz;apenas el resplandor de la luna caliente que ingresaba por la ventana y llegaba, mortecina, al 9pasillo. Se sintió desconcertado; se reprochó su fantasía. Los chicos crecen, pero no tanto. Sí, lohabía mirado mucho, deslumbrada, pero no por eso con la intención de seducirlo. Era muy chicapara eso. Debía ser virgen obviamente, y toda la malicia de la situación estaba en su propia cabeza,en su podrida lujuria, se dijo. Pero también pensó se ha dormido, la yegüita seductora tuvo miedo yse durmió. Lo impresionó la rabia que sentía, pero en su estómago hubo algo de alivio. Cruzó haciael baño, diciéndose que regresaría luego a dormirse, y en ese momento escuchó el sonido de lamuchacha revolviéndose en la cama. Se dirigió hacia la puerta entreabierta y miró hacia adentro.Araceli estaba con los ojos cerrados, de cara a la ventana y a la luna. Semidesnuda, sólo unabrevísima tanga apretaba sus caderas delgadas. La sábana revuelta cubría una pierna y mostrabala otra, como si la tela fuese un difuminado falo que merodeaba su sexo. Con los brazos ovilladosalrededor de sus pechos, parecía dormir sobre el antebrazo izquierdo. Ramiro se quedó quieto, en lapuerta, contemplándola, azorado ante tanta belleza; respiraba por la boca, que se le resecó aúnmás, y enseguida reconoció la erección paulatina e irreversible, el temblor de todo su cuerpo.Si dormía, ella se despertó fácilmente de un sueño intranquilo. Hizo un movimiento, suspechitos se zafaron de la cobertura de sus brazos, y se acostó boca arriba. De pronto, miró hacia lapuerta y lo vio; rápidamente se cubrió con la sábana, aunque su pierna derecha quedó destapada yreflejando el brillo lunar.Estuvieron así, mirándose en silencio, durante unos segundos. Ramiro entró a la habitación ycerró la puerta tras de sí. Se recostó en ella, acezante, dándose cuenta de que su pecho se alzaba yluego bajaba, rítmica, aceleradamente. Temblaba. Pero sonrió, para tranquilizarla; o de tannervioso. Ella lo miraba, tensa, en silencio. Él se acercó lentamente hacia la cama y se sentó, sindejar de mirarla a los ojos, penetrante, como si supiera que ésa era una manera de dominar lasituación. Estiró una mano y empezó a acariciarle el muslo, suavemente, casi sin tocarla; sintió elleve estremecimiento de Araceli y apretó su mano, como para hundirla en la carne. Se reacomodósobre la cama, acercándose más a ella, conservando esa especie de sonrisa patética que era másbien una mueca, tironeada por ese súbito tic que le hacía palpitar la mejilla izquierda.-Sólo quiero tocarte -susurró, con voz casi inaudible, reconociendo la pastosidad de supaladar-. Sos tan hermosa...Y empezó a acariciarla con las dos manos, sin dejar de mirarla, ahora, a todo lo largo de sucuerpo, siguiendo con su vista el recorrido de sus manos, que subieron por las piernas, por lascaderas, se juntaron sobre el vientre, treparon lenta, suavemente, por el tórax hasta cerrarse sobrelos pechos. Ella temblaba.Ramiro la miró nuevamente a los ojos:-Qué divina que sos -le dijo, y fue entonces que advirtió en ella el terror, el miedo que laparalizaba. Estaba a punto de gritar: tenía la boca abierta y los ojos que parecían querer salírsele dela cara.-Tranquila, tranquila...-Yo... -moduló ella, apenas en un suspiro-. Voy a...Y entonces él le tapó la boca con una mano, conteniendo el alarido. Forcejearon, mientras él lerogaba que no gritara, y se acostaba sobre ella, apretándola con su cuerpo, sin dejar demanosearla, besándole el cuello y susurrándole que se callara. Y enseguida, espantado pero 10enfebrecido por su apasionamiento, empezó a morderle los labios, para que ella no pudiera gritar.Hundió su lengua entre los dientes de Araceli, mientras con la mano derecha le recorría el sexo,bajo la bombacha, y se exaltaba todavía más al reconocer la mata de los pelos del pubis. Ellasacudió la cabeza, desesperada por zafarse de la boca de Ramiro, por volver a respirar, y entoncesfue que él, enloquecido, frenético, le pegó un puñetazo que creyó suave pero que tuvo lacontundencia suficiente para que ella se aplacara y rompiera a llorar, quedamente, aunque insistía"voy a gritar, voy a gritar"; pero no lo hacía, y Ramiro la dejó respirar y gemir y le bajó la bombachay se abrió el pantalón. Y en el momento de penetrarla, ella soltó un aullido que él reprimió otra vezcon su boca. Pero como Araceli gimoteaba ahora ruidosamente volvió a pegarle, más fuerte, y letapó la cara con la almohada mientras se corría largamente, espasmódico, dentro de la muchachaque se resistía como un animalito, como una gaviota herida. Hasta que Ramiro, embrutecido,ahuyentando una voz que le decía que se había convertido en una bestia, destapó la cara de lamuchacha sólo unos centímetros, para horrorizarse ante la mirada de ella, lacrimógena, fracturada,que lo veía con pavor, como a un monstruo. Entonces volvió a cubrirla y a pegar trompadas sordassobre la almohada. Araceli se resistió un rato más. Para Ramiro no fue difícil contenerla, y poco apoco ella se fue aquietando, mientras él miraba por la ventana, impasible, sin comprender, y sedecía y repetía que la luna estaba muy caliente, esa noche, en Fontana.11IIINo supo cómo llegó hasta ahí, pero cuando se dio cuenta estaba junto al Ford, respirandotodavía agitadamente. Abrió la puerta y se sentó frente al volante. Pero se notó todavía demasiadonervioso; no podía manejar. Estaba completamente confundido. Encendió un cigarrillo y vio la hora:las dos y veinticinco.Chupó el humo con fruición una o dos veces. Se dijo que necesitaba un largo trago de algofuerte; era indispensable que aclarara sus ideas. La primera de ellas era obvia: huir. Araceli habíadejado de resistirse, como cayendo en un sueño aletargado, y él ya no recordaba nada. No se habíaquedado a comprobar la muerte; le aterraba sentirse, súbitamente, un asesino.Pero huir no era todo. ¿A dónde iría? Al Paraguay, se dijo, en tres horas estaría en la frontera.Cruzaría y al día siguiente vería qué hacer, con más calma. Podría llamar a algunos amigos,explicarles... ¿Qué? ¿Qué podía explicar de esa espantosa noche, de su ominosa conducta? Mejorsería desaparecer; cambiar de nombre, de identidad, cruzar el Paraguay rumbo a Bolivia; o ir alBrasil, hundirse en la selva amazónica.Estoy loco, se dijo. ¿Y si me entrego? Era la posibilidad más leal, claro. La más,paradójicamente, humana y acorde consigo mismo: enfrentar a la ley. Podía, debía, ir en ese mismoinstante a buscar un abogado que lo acompañara a la policía. Lo meterían, preventivamente, en uncelda en la que podría dormir. Dormir... eso era todo lo que quería hacer en ese momento. Olvidarsede su inconsciencia, de esa brutalidad que él desconocía en s mismo y que ahora le repugnabarecordar.Pero no se entregaría, no, no podía aceptar la idea del repudio de la gente, de su familia, de susamigos que sólo tres días antes, al regresar al Chaco después de ocho años, lo habían recibido conel antiguo cariño, con esa especie de admiración que produce, a los provincianos, el que uncoterráneo haya recorrido el mundo. Él era un joven abogado egresado de una universidadfrancesa, doctor en jurisprudencia, especializado en Derecho Administrativo, que muy pronto iba aincorporarse a la Universidad del Nordeste como profesor. No concebía la idea de tener que mirar asu madre a la cara, sabiéndose un asesino. Y el escándalo social que se produciría, no, entregarsele resultaba intolerable.Entonces..., sí, podía matarse. Encaminar el Ford, ese enorme carromato de ocho cilindros,convertido en un gigantesco, brilloso y restaurado ataúd de dos toneladas, a cien kilómetros porhora por el puente que cruzaba el Paraná hasta Corrientes. En lo más alto, un kilómetro después dela caseta de peaje, era cuestión de dar un violento volantazo. El coche rompería, a esa velocidad, lasbarandas de acero. Y caería, en un salto de cien metros, a la parte más profunda del río. Seguro, no 12podría sobrevivir... ¿No podría? ¿Y si acaso... ? No, pero ése no era el problema. Sencillamente, notenía valor para matarse. O no quería hacerlo. Si de algo estaba seguro era de que no se mataría. Almenos, conscientemente.Bueno, se dijo, encendiendo otro cigarrillo, entonces lo único concreto en este momento es quetengo que huir. Y si voy a hacerlo, no hay mejor opción que rajarme alParaguay, porque en Corrientes, en Misiones o en cualquier provincia me agarrarían mañanamismo. Encima, con este coche indisimulable.Decidió que sus próximos pasos serían pocos y veloces: pasaría por su casa a buscar otracamisa, recoger todo el dinero que pudiera, sus documentos, una botella de ginebra o algo bienfuerte y saldría a la carretera. En la ruta, cargaría nafta y no pararía hasta Clorinda. Cruzaría el ríoy se iría a Asunción. Se metería en un hotel y dormiría, dormiría todo lo que quisiera. Después...,después volvería a pensar.Colocó la llave en la ignición, y en ese momento, espantado, sintió que se orinaba cuando unamano se posó en su hombro.13IV-Ramiro... -el hombre lo zarandeó un poco.Ramiro se dio vuelta; del otro lado de la ventanilla estaba el médico, mirándolo con unasonrisa. Tenía los ojos vidriosos, aguachentos, y aspiraba entre dos dientes, con fuerza, sacándoseun resto de comida. Olía a vino tinto, a decenas de litros de vino tinto.-Doctor... -Ramiro hizo una mueca; no supo si quiso que fuera una sonrisa-. Me asustó.-¿Tenés un cigarrillo, hijo?-Sí, claro -se apresuró a ofrecerle el paquete. Después le pasó el encendedor.-No podía dormir -dijo el médico, tosiendo con fuerza; luego se aclaró la garganta-. El calor esinsoportable. Jé..., pero yo todas las noches me escapo.Ramiro se desesperó: los borrachos, los cariñosos, son doblemente pesados. Se preguntódónde habría estado el hombre durante..., bueno, durante lo que pasó. Evidentemente, no habíavisto ni escuchado nada. ¿Y si era una trampa? No, por borracho que estuviera, el tipo hubiesereaccionado de otra forma, no pidiéndole un cigarrillo. Pero, como fuera, él, debía irse. Urgentemente.-Ya me iba.-¿Se arregló el coche? -el médico se recostó contra la ventanilla, y le hablaba tirándole sualiento asqueroso en la cara. Fumaba, con un pie apoyado en el zocalito de la puerta.-Sí, creo que sí -se apuró, encendiendo el motor-. Debía estar ahogado.-Llevame a dar una vuelta. Vamos a Resistencia, te acompaño, y allá nos tomamos un vinito en"La Estrella"-No, doctor, es que...-Que qué -enojado, le dio un golpecito en el hombro-. ¿Me vas a despreciar la invitación?El hombre se apartó del coche, estuvo a punto de caer al suelo, mantuvo el equilibrio y caminó,inestable, por delante del coche y se metió por la otra puerta. Resopló al desplomarse en el asiento.-Vamos -dijo.-No, doctor, es que después no voy a poder traerlo.Tengo que devolver el coche. Es de Juanito Gomulka. -¡Carajo, ya sé que es de Gomulka! -Perotengo que devolverlo.-No importa, me dejás por ahí. Me vuelvo a pata, tomo un micro, qué carajo, yo quiero tomarun vinito con vos. Por tu viejo, ¿sabés? Yo lo quise mucho a tu viejo-pareció que iba a llorar-. Lo quise mucho.-Ya lo sé, doctor.-No me llamés doctor, che, decime Braulio. -Está bien, pero.. .14-Braulio, te dije que me digas Braulio... -y la voz se le apagaba en un eructo. El hombre estabahecho una laguna de alcohol.-Vea, don Braulio: créame que no puedo llevarlo. Tengo que hacer.-¿Qué mierda tenés que hacer a esta hora, che? Son como las... ¿Qué hora es?-Las tres -mirando el reloj, Ramiro se sintió empavorecido. Era indispensable llegar a Clorindaantes del amanecer; no quería cruzar de día. Y aún le faltaba pasar por su casa, recoger el dinero,los documentos.-Bueno, poné primera y vamos.Ramiro arrancó, resignado, diciéndose que en Resistencia se desembarazaría del médico; yaencontraría la forma. Mientras, tenía que pensar bien sus pasos, para no perder más tiempo.-Me alegra mucho verte, pibe -el otro hablaba arrastrando las palabras. Sacó una pequeñabotella de vino. Ramiro se preguntó si ya la tenía en la mano o si la llevaba en el bolsillo delpantalón. Se fastidió porque se dio cuenta de que sería invitado y, al negarse, el médico se enojaría-. Mierda, cómo lo quise a tu viejo... Tomá un trago.-No, gracias.-Puta madre, mírenlo al abstemio. ¡Tomá, te digo! -y le encajó la botella en la cara. El coche sedesvió unos metros. Ramiro pudo mantener la estabilidad.-Gracias -dijo, tomando la botella.La acercó a sus labios, pero sin dejar que entrara a su boca ni una sola gota. No era vino loque necesitaba. Y además, era mejor no tomar. Iba a manejar de noche. Y quería estar lúcido parapensar. Cuando le devolvió la botella, decidió que no le vendría mal saber algo de las recientesactividades del médico.-¿Y usted, doctor, por dónde anduvo? Creí que se había ido a dormir.-Todas las noches me escapo. Carmen es una vieja imbancable; dormir con ella es más feo quetragar una cucharada de mocos.Rió de su chiste.-Aguantarla es más difícil que cagar en un frasquito de perfume -entusiasmado, se reía,hipando, procazmente-. La pobre está gastada como chupete de mellizos.Siguió riéndose. Era una risa repulsiva. -¿Y adónde va?-¿Quién?-Usted. Cuando se escapa.-Me pongo en pedo.-¿Y esta noche qué hizo?-Te lo estoy diciendo, chamigo: me puse en pedo. Yo soy claro en lo que digo, ¿o no? Loshombres, hombres, y el trigo, trigo, como decía Lorca.-Sí, pero dónde toma. No lo escuché.-En la cocina. En mi casa siempre hay vino. Mucho vino. Todo el vino del mundo para el doctorBraulio Tennembaum, médico clínico, mención honorífica de mi generación en la Facultad deMedicina de Rosario -se sonó la nariz, con la mano, y se la limpió en los pantalones- ...que vino aparar a este pueblo de mierda.Ramiro aceleró al llegar al pavimento. El Ford bramaba en la noche, quebrándola; los ocho 15cilindros respondían perfectamente. Gomulka era un gran mecánico, se dijo, llegaría a tiempo aClorinda. Se preguntó, repentinamente alarmado, si los papeles del coche estarían en regla, puesdebía cruzar el río Bermejo para entrar a la' provincia de Formosa, y ahí había un puesto deGendarmería. Se estiró al costado, buscó en la guantera y los encontró. Todo marcharía bien. Perodebía desprenderse de Tennembaum.-¿Y Araceli, che? -preguntó éste.Ramiro se crispó, alerta. No respondió, pero supoque el otro lo miraba.-Está linda mi hija, ¿eh? Va a ser una mujer del carajo. Ramiro apretó el volante y se mantuvoen su empecinado silencio. Ya se veían las luces de Resistencia.-Si alguna vez alguien le hiciera daño -continuaba Tennembaum-, yo lo mataría. A quien fuera,lo mataría.Ramiro recordó las convulsiones de Araceli bajo la almohada, la energía que se le fueacabando, aquella sensación de gaviota herida e insumisa que había cedido a su presión. Sintió unescalofrío. Por el rabillo del ojo, vio que el médico lo miraba fijamente. Se sobresaltó. ¿Y si sabía? ¿Ysi esto era una trampa y así como había sacado una botella de vino, ahora Tennembaum sacara unrevólver? Sintió náuseas, un fuerte mareo.Frenó el coche y se salió de la ruta, estacionándose a un costado. Abrió bruscamente la puertay sacó la cabeza, para vomitar.-Te sentís mal -dijo el médico.-¡Puta madre! -gritó Ramiro-. Es obvio, ¿no?Y se quedó un rato así, con la cabeza inclinada. Sacó un pañuelo del pantalón y se limpió laboca. Pero siguió en esa posición, diciéndose que más que nada lo que tenía era miedo. Y que si setrataba de una trampa y el médico sabía lo de su hija, mejor que lo matara ahí mismo y chau.16VEl patrullero se estacionó detrás del Ford, y sobre el techo se le encendió un reflector cuyo hazdio directamente en Ramiro y en el médico. Tennembaum se echó un largo trago de vino, inclinandola cabeza hacia atrás.-¡Carajo, deje esa botella y quédese quieto!-Me cago en la policía.-¡Pero yo no, pelotudo de mierda! -bramó Ramiro, en voz baja, gutural, quitándole la botella delas manos y tirándola al piso del coche-. ¡Quiere que nos caguen a balazos!-No se muevan -les advirtió una voz, desde el patrullero. Era una voz serena, casi suave; peroautoritaria, muy firme.Dos policías bajaron de las puertas traseras. Ramiro los observó por el espejo retrovisor. Untercero abrió la puerta delantera derecha. Los tres rodearon velozmente el Ford, con las armasgatilladas. Dos portaban escopetas de caño recortado -Itakas, se dijo Ramiro- y el de adelante, queparecía mandar el operativo, debía tener una pistola 45, la reglamentaria.-Mantengan las manos a la vista, por favor, y no hagan ningún movimiento sospechoso. Estánrodeados.-Todo en orden, oficial -dijo Ramiro, en voz alta, que procuraba parecer calma y segura-.Proceda nomás.El policía se acercó a su ventanilla y miró dentro del coche. Ramiro se imaginó que los otrosdos debían estar en las sombras, apuntándolos. Y el cuarto, el que manejaba, ya debía estar encontacto con el comando radioeléctrico. En cualquier momento podía aparecer una tanqueta delejército. Así le habían contado que se vivía en el país, desde hacía un par de años.-Dígame dónde tienen los documentos -dijo el oficial-; sin moverse.-Yo tengo la cédula en mi cartera -dijo Ramiro-, en el bolsillo trasero del pantalón.Los dos esperaron que el acompañante hablara. Tennembaum parecía dormitar.-Es el doctor Braulio Tennembaum, de Fontana -explicó Ramiro-. Está borracho, oficial. Pareceque se durmió.-Bájese, por favor -el policía abrió la puerta con la mano izquierda, sin dejar de apuntarlo conla derecha. Era, en efecto, una 45. El oficial siguió-: Y ahora quédese parado y con las manos enalto.Entonces llamó a otro de los policías, quien repitió la operación, para lo cual tuvo que sacudira Tennembaum. Éste se bajó en completo silencio y también quedó a un par de metros del coche,con las manos levantadas.El oficial revisó las cédulas de identidad de ambos, mientras el otro policía hurgaba dentro del 17coche, bajo los asientos y las alfombrillas, del lado oculto del tablero, en la guantera y en el baúltrasero.Al cabo el oficial preguntó:-¿Por qué se detuvieron?-El doctor Tennembaum y yo nos sentimos mal. Y aunque yo no tomé ni una sola copa, fui elque se descompuso -y señaló su vómito junto al automóvil-. Perdone...-¿Qué tengo que perdonarle?-Eso, lo que acaba de pisar.El oficial se sorprendió. Dio un par de taconazos sobre la tierra. Ramiro pensó que en otracircunstancia se hubiera sonreído.-Deben tener más cuidado; en estos tiempos y a esta hora, cualquier movimiento sospechosodel personal civil, lo hace pasible de estos operativos.Ramiro se preguntó qué tenía de sospechoso detenerse en la carretera para vomitar, y no pudoevitar un sentimiento de repulsión por ser tratado como "personal civil" Pero así estaba el país enesos años, le habían contado. No dijo nada; su corazón parecía saltar dentro del pecho. La nocheavanzaba y la luna no dejaba de estar caliente, pero el cadáver de Araceli, en su dormitorio, debíaestar enfriándose. Tuvo ganas de llorar.-Pueden continuar -dijo el oficial, llamando a los suyos y regresando al patrullero, que arrancóy se fue.Subieron al Ford, en silencio, y mientras volvía a ponerlo en marcha, Ramiro sintió que doslágrimas le caían por las mejillas.18VIEl médico habló primero. Lo hizo con voz suave, pero todavía arrastrando las palabras:-Este país es una mierda, Ramiro. Era hermoso, pero lo convirtieron en una completa mierda.Ramiro no supo si se le había pasado la borrachera. La voz del médico era amarga, pero sobretodo triste, muy triste.-Aquí se dio vuelta el principio griego -siguió Tennembaum-: la aritmética es democráticaporque enseña relaciones de igualdad, de justicia; y la geometría es oligárquica porque demuestralas proporciones de la desigualdad. Lo dice Foucault. ¿Leíste a Foucault?-Algo, en la universidad.-Pues nos dieron vuelta el principio, che: ahora somos un país cada vez más geométrico. Y asínos va.-¿Dónde lo dejo, doctor?-No me vas a dejar.La voz del médico sonó muy firme, como una orden. Ramiro recuperó rápidamente el miedo. ¿Ysí sabía lo de su hija? ¿Era, nomás, una trampa? ¿Cuándo terminaría todo esto?Instintivamente, cambió de rumbo y en lugar de dirigirse al centro de la ciudad, se desvióhasta la casa de su madre, donde vivía desde que llegara de París. Aceleró hasta el límite develocidad urbana. No quería otro encuentro con la policía. Tampoco estaba dispuesto a soportarmás al médico. Ya vería qué hacía con él.Al llegar, estacionó el coche, le dijo a Tennembaum que lo esperara un momento y, sin esperarrespuesta, entró a la casa. Juntó rápidamente, y en total silencio, lo que necesitaba: su pasaporte,varios miles de pesos nuevos, quinientos dólares que aún no había cambiado, y un pantalón y unacamisa que envolvió en una bolsita de supermercado. Salió de la casa con mucho sigilo, como sifuera un extraño, sin pensar siquiera en mirar a su madre ni a su hermana menor.Ya en el coche, se dirigió hacia el centro. Eran las cuatro y veinte de la mañana y de todasmaneras llegaría a la frontera siendo de día. Una lástima. Pero quería, al menos, llegar bientemprano; no podía perder más tiempo. Estaba cansado, harto, con sueño, confuso por todo lo queno quería ni imaginar que le esperaba. Tenía, secretamente, la convicción ya irreversible de que eraun fugitivo, un asesino que sería buscado por toda la frontera. Ni siquiera el Paraguay era seguro,pero no había otro camino. Debía cruzarlo y llegar a Bolivia, a Perú, al Amazonas. A la mierda, sedijo, pero ahora mismo.Frenó bruscamente en la esquina de Güemes y la avenida 9 de julio.-Bueno, doctor, hasta aquí llego. Dónde lo dejo.-¿Y vos, a dónde vas? -la voz se le había aclarado. Ramiro pensó que esos minutos de espera 19los había dormido. O habría orinado. Siempre les hace bien a los borrachos.-Voy a pescar.-¿A esta hora?-Mire, viejo: acábela, ¿quiere? Me voy a donde se me canta el culo, y me voy ya, ¿estamos? -después de todo, se dijo, irritado, era obvio que jamás volvería a ver a Braulio Tennembaum. Alcontrario, siempre trataría de poner la mayor distancia entre los dos pues la cacería, precisamente,la desencadenaría ese hombre, cuando pocas horas después descubriera el cadáver de su hija.-No me vas a dejar -dijo el médico, fríamente.-Qué se propone -preguntó Ramiro, con miedo, cautelosamente, pero con voz sonora y grave.-Seguir el pedo. Y hablar.-Oiga, usted parece tener unas ganas que yo no tengo. Bájese.-No me vas a dejar así nomás, hijo de puta -hablaba gélida, lentamente-. ¿Te creés que no te vi,esta noche, cómo mirabas a Araceli?20VIIFue entonces que se asustó por la acusación de ese hombre y, sin pensarlo, le pegó unpuñetazo en el mentón con toda su fuerza. Tennembaum no lo esperaba, y cayó hacia atrás,golpeando contra la puerta. Pero no se durmió; lanzó un ronquido, profirió unas maldiciones y sedispuso a pegar él también. Ramiro midió mejor la segunda trompada, que se estrelló en la nariz delotro. Y todavía le aplicó un tercer derechazo, en la base de la mandíbula. Entonces el médico perdióel conocimiento.Diez minutos después el Ford corría a todo lo que daba, y aunque el viejo modelo no teníavelocímetro Ramiro calculó que fácilmente iba a 130 kilómetros por hora. Ese coche tan antiguo, detreinta años exactos, no podía ir más rápido, pero no estaba mal. Gomulka lo había restauradoobsesivamente, y el motor funcionaba como nuevo.Perdido por perdido, falta envido, se dijo, ahora hay que darle para adelante porque estoyjugado. Jugado-fugado. Fugado-fogado. Fogado-tocado. Tocado-toquido. Toquido-ronquido.Ronquido de muerto. Ronquido-jodido. Bien jodido. Y el malabar de palabras era una manera de nopensar. Pero aunque procuraba no hacerlo, se convencía de la limpieza con que actuaba; no lehabía roto ningún hueso, ningún diente. Lo había dormido, sin dejar huellas. Su propia frialdad loimpresionó. Jamás había imaginado que un hombre, convertido involuntariamente en asesino,pudiera, de repente, vencer tantos prejuicios y tornarse frío, inescrupuloso.Como aquella vez, muchísimos años atrás, cuando era niño y murió su padre, y por un tiempodecidieron abandonar la casa. Se fueron a vivir a lo de unos parientes, en Quitilipi, donde estabanen plena cosecha algodonera y eso parecía distraer a su madre del llanto cotidiano. Un fin desemana, él debió viajar a Resistencia para hacerse unos análisis por una enfermedad que no recordaba,y pasó por la casa. Su tío Ramón lo esperó en el coche, mientras él entraba a buscar unosvestidos de su madre. Pero ella no había tenido el debido cuidado de cerrar la casa, y por unaventana del comedor había ingresado una familia de gatos, que se instaló bajo la mesa. En esaspocas semanas, prácticamente se habían apoderado del comedor y de la cocina. Él sintió unprofundo asco, una rabia intensa, cuando vio que dos enormes gatos huían al oírlo entrar. Y sequedó así, paralizado ante el cuadro que veía, de suciedad y repulsión, hasta que observó que cuatropequeños gatitos se deslizaban, casi reptando, por debajo de la mesa, como buscando refugio enotro lado. Entonces, fríamente, cerró la ventana que daba al patio, la puerta que daba a la cocina yla que él mismo había abierto y que comunicaba con el resto de la casa. Excitado por su venganza,regresó al coche donde lo esperaba el tío Ramón. Casi un mes después, cuando volvieron aResistencia, su madre y Cristina, su hermana menor, se horrorizaron ante los pequeños cadáveresdescompuestos, cuyas pelambres estaban pegadas, como incrustadas en las baldosas. El olor era 21insoportable y él, después de negar toda responsabilidad, se fue al cine y se pasó la tarde viendouna misma película de Luis Sandrini."Frío, inescrupuloso'; le había dicho Dorinne, aquella tierna muchacha de Vincennes a la quehabía amado, cuando se lo contó. Ahora recordaba que después Dorinne no había querido hacer elamor, aquella noche. Frío, inescrupuloso, repitió para sí mismo, mirando a Tennembaum, quedormía profundamente en el otro asiento. Lo que estaba haciendo era horripilante, lo sabía, eracompletamente consciente. Pero no tenía opciones. Perdido por perdido... Sí, estaba jugado y ahoraya nada lo detendría.Él no había querido matar a Araceli. Dios, claro que no, había querido amarla, pero... Bueno,ella se resistió, sí, y él en realidad no debió... pero bueno, mejor no pensar. Perdido por perdido,bien jodido, el polvo más costoso de mi vida, se dijo. Se espantó de su propio chiste. Soy unmonstruo, súbitamente un monstruo. La culpa había sido de la luna. Demasiado caliente, la lunadel Chaco. Sobre todo, después de ocho años de ausencia. Perdido por perdido. Estaba jugado.Después de cruzar el triángulo carretero de la salida occidental de Resistencia, pasó el puentesobre el río Negro y el desvío de la ruta 16. Poco más adelante, llegó a un riachuelo que no teníaindicador de nombre. Se acercó a la banquina unos doscientos metros antes de cruzar elpuentecito. Frenó suavemente, procurando no dejar huellas de violencia en el pavimento y se dijoque debía proceder muy rápidamente, como lo había planeado cuando Tennembaum se pusopesado y debió pegarle. No iría a Paraguay ni a ningún otro lado que no fuera su casa.Rogó que no pasara ningún coche, aunque a esa hora, las cinco de la mañana, era bastanteimprobable que hubiera tránsito. La ruta estaba totalmente despejada. Apenas si se había cruzadocon dos camiones, un coche que venía del norte (con probable destino a Buenos Aires, Pues de ahíera la patente) y un ómnibus de la "Godoy" que hacía la línea Resistencia-Formosa. Se bajó yempujó el cuerpo de Tennembaum hasta ponerlo frente al volante. Dudó un segundo sobre si debíaquitar sus huellas digitales, pero descartó la idea. Era obvio que él había manejado ese coche. Esono era lo importante. Pero sí colocó las manos del médico en el volante y sobre la palanca decambios. Todos pensarían que Tennembaum, borracho, había hecho un disparate. Supondrían queél mismo había violado a su hija para luego, desesperado, suicidarse en ese paraje absurdo, en esepuente contra el que él, Ramiro, había decidido lanzar el viejo Ford.Claro que después debería enfrentar situaciones incómodas, pero sabría sortearlas. Ahoraestaba convencido de que era capaz de muchas más acciones que las que antes suponía. Unhombre en el límite es capaz de todo. Y él había llegado al límite. El médico se había puesto pesado,fastidioso, y acaso le estaba tendiendo una trampa. No tenía opción, por eso le había pegado hastadormirlo y ahora lo iba a matar. Perdido por perdido... Y además, ya sabía lo que tendría que decir:que Tennembaum, borracho como una cuba, lo había despertado a las... ¿a qué hora? Sí, a las tresse le había acercado, cuando él fumaba en el coche. Bueno, pues a las tres menos cuarto lo habíadespertado y él, Ramiro, no pudo resistir la invitación. El doctor era mi anfitrión, diría, me habíatratado espléndidamente, una cena magnífica, después de tantos años, porque era amigo de mipadre... Y explicaría que él fue quien manejó porque el doctor estaba borracho, y muy pesado,nervioso, como si le hubiese pasado algo, pero yo no podía saber qué le habría pasado, creí queestaba en un pedo triste, nomás, qué iba a saber que había violado a su hija; y nos íbamos a "La 22Estrella" a tomar unos vinos. Y hasta nos paró un patrullero, diría, y sonrió mientras maniobrabacon el cuerpo del médico y recordaba québien le había venido aquel encuentro. Los policías admitirían que sí, que los habían abordado,y confirmarían la hora, y ratificarían que el médico estaba borracho hasta más no poder y queRamiro estaba sobrio.Entonces se puso la bolsita de nylon dentro de la camisa, se sentó sobre el cuerpo del otro yarrancó. Aceleró al máximo, pasando los cambios con premura, enfiló hacia el puente y, unosmetros antes, aterrado, profiriendo un grito espantoso que él mismo desconoció en su garganta,saltó del coche un segundo antes de que se estrellara contra la baranda con un horrible estrépito deacero y cemento. El coche pareció montarse sobre el borde del puente, se inclinó sobre el ladoizquierdo y cayó por el terraplén elevado sobre la orilla, dando tumbos.Ramiro golpeó contra la tierra y fue detenido por un tacuruzal. Se levantó presuroso, antes quelas hormigas pudieran repeler ese cuerpo extraño. De pie, y lamentándose del dolor en un codo,corrió para ver el coche, semihundido en el agua. Se tranquilizó cuando se dio cuenta de que, sibien no se había provocado el incendio que deseaba, el Ford había quedado con las ruedas haciaarriba. La cabina estaba bajo el agua; el médico moriría ahogado.Todo salió bien, se dijo. Y se espeluznó de su propia certeza, de la repugnante serenidad de sucomentario.23VIIIEran las cinco y veinte de la mañana y aún no empezaba a amanecer. Habían pasado sólominutos desde que corriera alejándose del puente, rumbo al sur, a la ciudad. Ya dos automóviles yun camión habían sobrepasado su línea -Ramiro se apartó de la carretera, al escuchar losronquidos de los motores, escondiéndose entre unos arbustos- lo que indicaba que nadie se deteníaen el puentecito roto. Las obras públicas en mal estado no sorprendían a nadie. De modo quepasaría un buen rato hasta que se descubriera el Ford semihundido.Entonces, cuando calculó que había caminado lo suficiente, se dispuso a hacer dedo, sin dejarde caminar, ahora más calmado, aunque el cansancio empezaba a dificultarle la marcha.Un minuto después, un enorme "Bedford" con acoplado, con patente de Santa Fe, se detuvoante sus señas.-¿A dónde vas? -le preguntó el conductor desde la cabina; era un moreno que viajaba con eltorso desnudo y asomaba un brazo que parecía un guinche portuario y tenía un tatuaje borroso,por la oscuridad, en el bíceps. Ramiro se dijo que ese tipo podía tutear a cualquiera, sin temor.-Pa'onde le quede 'iéen, chamigo -respondió Ramiro, con acento aparaguayado, pero sinmirarlo a los ojos.-Voy a Resistencia a descargar y después sigo a Corrientes.-Tá ién, me bajo ái, n'el centro.-Bueno, subite.Ya en la cabina, en tono casual y mirando hacia afuera por la ventanilla, con su evidentetonada paraguaya dijo que se le había descompuesto su coche unos kilómetros antes, en un desvíode la carretera. Iba a agregar que había decidido caminar hasta que alguien lo llevara, que buscaríaun mecánico y que luego seguiría a Santa Fe, cuando se dio cuenta de que el camionero era uno deesos tipos capaces de hacer gauchadas, pero hosco y solitario. Sólo movió la cabeza, comoindicando que no le interesaban las explicaciones ni los problemas ajenos. El tipo quería pensar ensus cosas, y le importaba un pepino la historia que le pudiera contar. Ramiro se lo agradeció desdelo más profundo de su corazón, y se recostó en el asiento.Recordó velozmente todo lo que había pasado esa noche y se preguntó si no era sueño, si noera algo que le estaba pasando a otro. Abrió los ojos, sobresaltado, y no: lo que veía era el paisajechato del norte chaqueño, con sus palmeras dibujadas en la noche en la dirección del río Paraná;con su selva sucia, agrisada, a las veras del camino. Y ese calor inaguantable, persistente, que casise podía tocar.Espió al camionero, que manejaba muy concentrado, mordiendo un escarbadientes queparecía deshilachado y mirando fijamente el camino. No, no era un sueño. Volvió a cerrar los ojos y, 24escuchando el ronroneo del diesel, se relajó unos minutos.Cuando el camión se detuvo ante el semáforo de las avenidas Ávalos y 25 de Mayo, Ramiro,dijo "gracia, mestrro, aquí me bajo" y abrió la puerta y saltó, tratando de ocultar su cara alcamionero, quien por su lado sólo gruñó y dijo algo así como "chau, paragua", mención que aRamiro le pareció hermosa de escuchar. Ese tipo no sería de cuidado. Venía con suerte.Pero miró su reloj y se alarmó: eran ya las seis menos diez y empezaba a clarear. Debíacaminar unas ocho cuadras hasta su casa; lo peligroso era que su familia lo escuchara entrar.Cuando llegó, abrió la puerta con mucho sigilo, tras mirar la calle y comprobar que nadie lomiraba por las ventanas, nadie salía de sus casas. Se quitó los zapatos en el zaguán y se erizócuando sintió el tún-tún de su corazón. Cruzó el living en completo silencio y entró a su dormitorio,cerrando la puerta tras de sí. Le pareció escuchar que, en el otro cuarto, Cristina hacía susejercicios matutinos. Luego iría a la cocina a calentarse el café. Su madre estaba en el baño. Porsegundos, todo había salido bien.Se desvistió, vigilante y con mucho cuidado, y se durmió preguntándose si en París hubiesepensado que él, Ramiro Bernárdez, alguna vez iba a ser capaz de tanta sangre fría. Habría juradoque no. Pero ahora, después de semejante noche, sabía que cualquier cosa era posible.25IXCuando abrió los ojos, observó que el sol se filtraba por entre las rendijas de las persianas demetal. El ventilador de pie producía un sonido monótono y ensoñador, sobre todo cuando se ibatotalmente hacia la izquierda y el buje debía girar una vuelta completa sobre sí mismo para iniciarel camino hacia la derecha. Le llamó la atención ese ventilador. Seguramente, su madre lo había encendido.Se asombró de no haberse despertado, pero claro, se dijo, la vieja tiene pies de lana. Sólouna madre puede entrar así a la habitación de un asesino, sin que éste reaccione.Asesino, repitió, moviendo los labios, pero sin pronunciar la palabra. Sintió un súbito dolor decabeza y se relajó; acababa de darse cuenta de que estaba completamente tenso.Afuera, su madre hablaba con alguien. "Sí, querida', decía, y parecía sorprendida y alegre.Debía ser alguna visita. Miró el reloj en su muñeca: las once y catorce. No había dormido mucho."Qué casualidad -decía su madre- nunca se te ve por aquí." Y la voz parecía acercarse a sudormitorio. Ramiro se alertó, irguiéndose.-Un minuto, queridita -la voz sonaba ahora muy fuerte-, esperate que voy a ver si estádespierto.Ramiro se zambulló en la almohada y cerró los ojos, justo en el momento en que ella entraba aldormitorio.-Ramiro...Él abrió un ojo, luego. el otro, fingiendo estar dormido.-Querido, te busca Araceli.-¿Qué? -Ramiro saltó, horrorizado, casi gritando. -Sí, querido, Araceli, la hija del doctorTennembaum, de Fontana, donde estuviste anoche.
ESTÁS LEYENDO
luna caliente
RandomRamiro Bernárdez, un joven argentino de familia acomodada, regresa al bochorno del Chaco después de haber estudiado en Francia. Un médico amigo de su padre le invita a cenar a su casa. Allí queda prendado de la irresistible, misteriosa e insinuante...