Las viajeras eternas (Cristhoffer Garcia)

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Desde el instante en que abordé el bus sentí que algo andaba mal.

Eran pasadas las doce de la noche cuando la carcacha automotriz se detuvo en mi parada y abrió su puerta. Hacía frío, así que me alegré de subir al vehículo, sin embargo la felicidad se diluyó casi al instante, opacada por una sensación incómoda. ¡Ojalá me hubiera bajado en ese momento!

El viejo "Henry" era el conductor de turno, el pobre no se llamaba así, de hecho desconocía el nombre de los pasajeros que transportaba a esas horas, pero me divertía adjudicarle un apodo a cada uno de ellos.

Saludé al anciano con un ademán de cabeza. Era un hombre de pocas palabras que había llegado a la cincuentena de edad y sufría de hemorroides. Claro, eso lo suponía por su costumbre de arrellanarse en su asiento acolchado con incomodidad y la cara agria que siempre ponía.

Arrancó el vehículo sin esperar que me sentara como acostumbraba. Avancé por el pasillo sujetándome con firmeza del tubo superior ligeramente inclinado y recorrí la vista entre los viajantes

Los treinta y dos puestos eran iluminados por hileras de largos bombillos situados a ambos lados del techo, la luz que desprendían era lánguida y soporífera debido a las capas de polvo que los cubrían. Aún así las personas congregadas me observaron pasar con interés o me ignoraron como se hace con un show de televisión repetido. El motivo del escrutinio era el orificio en mi oreja izquierda, un túnel en el cual cabía un vaso de 250 cc. Y créanlo o no planeaba ensancharlo aún más.

Continué hasta los puestos intermedios donde se encontraba "Lector", devorando con sus ojos gastados por la miopía un libro de Stephen King.

—Lector —lo saludé con una inclinación de cabeza y me senté a su lado.

—Orejón —replicó con una sonrisa, la última de su vida. A pesar de ser un joven más o menos de mi edad, vestía con extrema formalidad; tal vez era contador o abogado, jamás lo supe. Nuestra amistad se resumía a ese leve saludo nocturno, el cual se había extendido por casi tres años.

Iba a ponerme los audífonos cuando de nuevo me acosó esa sensación de peligro. No tengo un sentido arácnido, ni nada parecido, pero cuando las alertas en mi mente se encienden siempre aciertan.

Pensando que el presentimiento se debía a un delincuente en el bus, comencé a escudriñar a los viajantes en busca de alguna conducta extraña.

En la parte delantera las personas dormitaban, chateaban por el teléfono o simplemente se abstraían en su mundo interior. Giré para contemplar la parte trasera, percatándome que los puestos restantes estaban vacíos, exceptuando la hilera final donde una mujer muy flaca y ojerosa me observaba fijamente, en un intento de sonreír, sus labios revelaron una encía de pocos dientes. Una niña dormía sobre su regazo, chupándose el dedo de manera continua.

La escena podría haberme parecido hasta tierna, de no ser por la muñeca que abrazaba la pequeña.

La cabeza colgaba lánguida como el cuello de un ahorcado, las cerdas de su cabello negro estaban recogidas en dos colas; los brazos eran largos, desproporcionados en comparación al cuerpo gordo y lleno de protuberancias propias del algodón. Sin embargo, la verdadera aprensión provenía de su rostro delicado como porcelana, provisto de una sonrisa eterna de dientes amarillos y pómulos sonrojados. En sus tétricos ojos azules se hallaba la razón de mi inquietud, parecían de un ser vivo.

Tan inmerso estaba contemplando a ese extraño juguete que no me percaté cuando el bus llegó a la penúltima parada con un inesperado frenazo.

Volteé con el corazón en vilo.

Relatos espeluznantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora