Parte Única

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«Hay una hora en especial.

Una hora en la que las luces de la cafetería, guion, pastelería, que queda camino al consultorio del señor Choi son encendidas.

Talvez, entre el minuto treinta y dos de las seis de la mañana o quizá, entre el minuto cuarenta y ocho de las cinco de la tarde. Pero hay una hora. Y es esa hora la que JongIn disfruta viendo a su proclamado antónimo.

Desayuna con la taza de café ocultando la sonrisa que surca sus labios, saboreando con minuciosidad y detalle cada cucharada del pastel de chocolate que magrea su lengua, y dilatando sus pupilas cada vez que el muchacho tras la barra va de un lado a otro, limpiando ágilmente líos invisibles. Observa con particularidad, la finura de uno dedos regordetes, la esponjosidad de unos mofletes tersos y lechosos, la prominencia de un corazón tatuado en una unión de labios rollizos y el bamboleo de una cabellera oscura y sedosa meneándose al ritmo de pop en inglés. JongIn lo sabe. Escucha con atención siempre que está cerca y nunca se pierde la afinidad divina en la que son entonadas las letras. De hecho, tiene una lista de reproducción en su celular con cada una de ellas «la música que le gusta al antónimo de la cafetería» suena conveniente para él, pero considerablemente raro y en consecuencia, asusta un poco.

Cuando una de las meseras se acerca para dejar la cuenta, JongIn pide galletas, de preferencia; de nueces y chocolate. JongIn ama el chocolate.

Ha notado que el chico pocas veces come azúcar (tratándose del paraíso azucarado en el que trabaja) y no es que JongIn lo afirme, pero cree inocentemente que su antónimo realmente sufre alguna enfermedad relacionada con altos niveles de azúcar y ocasionales dosis de medicinas dependientes, y eso lo pone paranoico en cuestión.

Pero luego se calma así mismo, diciéndose que si el chico tas la barra estuviera enfermo e imposibilitado de consumir glucosa, seguro no tendría siempre esa sonrisa brillante que le hace cosquillas a su pecho y ese característico color rosa que se toma sus mejillas cada que una clienta le intenta coquetear, ni tampoco tendría porque hacer las cosas tan vivazmente como si, realmente, amara su trabajo.

Una mujer embarazada entra por la puerta principal de la cafetería y se queda sujeta y titubeante en el mostrador, decidiendo con que cobertura prefiere su mousse de morango. El chico le ofrece posibilidades y la mujer asiente indulgente para después, ordenar la cobertura de chantillí y fresas. La despacha con una sonrisa complaciente y regresa a su asiduo quehacer: limpiar la madera de la barra con un trapo que a JongIn se le antoja falto de humedad. Y sonríe tenuemente mientras mueve sus labios en una salmodia silenciosa, la voz de un ángel escapándose de ellos

«Él es hermoso»

Bueno, ¿pero qué ángel no lo seria?

Lo observa siempre desde las sombras, oculto por las notas etéreas de su complicada sencillez y se pregunta cómo será el tono de su voz, el olor de su cabello o si podrá comprarle algún día una caja de trufas irlandesas (las que tanto le gustan) a esos parpadeos sutiles y frágiles gestos casi como pompas de jabón, directamente a él y no a alguno de sus compañeros.

JongIn ansia el día en el que, realmente, conglomere el coraje necesario.

Pero, entonces, algo parecido al valor nace, y cierto sentimiento que deriva de la mansedumbre sale expulsado en un suspiro saturado de toxinas; una vehemente entrada y salida de aire a sus pulmones y un afanoso sacudón de audacia hace mella en él, pierde los comandos de sus pies y con un soplo de valentía dirige sus pasos hasta estar frente a la barra de pedidos, frente al él. Frente a su proclamado antónimo.

Y los opuestos empiezan una ardua batalla tras la barrera de incomodidad por ser el primero en verse tangible a su propia realidad en el combate final donde las expresiones son torpes y la música queda atascada en un reproductor gris claro haciendo eco entre dos hombres que se ven a los ojos por primera vez, y el antónimo puede percibir un olor particular que predomina en el ambiente, a pesar de que ni una molécula de aire es expulsada por ninguno de los dos.

Es un algo grato, exquisito quizá. Dulce y relativamente amargo; como caramelo, nueces. Talvez café o ¿Chocolate? No. Es algo más. Quizá es el aroma de JongIn, quizá es el aroma de la singularidad.

JongIn no logra articular palabra y boquea; cual pez fuera del agua.

Y no es hasta que una sonrisa afable y unos ojos demasiado efusivos lo reciben, que KyungSoo siente la cafetera en su mano tambalearse, y se halla sonriendo también y preguntando su habitual: « ¿En qué puedo ayudarle?»

Quizá no lo pregunten pero KyungSoo, talvez sufra de cierto trastorno psicológico en donde se crea una imagen totalmente distorsionada de tu cuerpo, esa enfermedad que te hace pensar que por cada novecientas calorías que consumas al día, vas a estar tan obeso que en los años próximos te matara un ataque al corazón, o algo así.

JongIn y KyungSoo son tan discordantes, tan diferentes que rayan de lo inarmónico hasta llegar a lo copiosamente sincronizado; como una pieza redonda encajando en una medida cuadrada. Quizá KyungSoo prefiera el café negro a diferencia de JongIn, que le gusta con mucha leche y azúcar. Quizá prefiera desayunar un cereal integral y unas cuantas hojas de lechuga en la ensalada a diferencia de JongIn que, definitivamente, debe tener cincuenta gramos de azúcar en su bebida (para empezar un día, propiciamente, bien) y quizá, y solo quizá, deteste profunda y visceralmente el chocolate irlandés, porque es el más dulce en su categoría, y eso, ciertamente, no debe ser bueno. NO. NO DEBE SERLO, piensa KyungSoo cuando ese repugnante olor llega a sus fosas nasales. Y sin embargo, no sabe cómo (verdaderamente, no lo entiende) todo él se tensa cuando el aliento del desconocido le pega de lleno en la cara, porque «La mesera ha olvidado darme una servilleta» y el olor lo envuelve tan dulcemente y se arremolina en sus pulmones, enviándole descargas de complacencia a su paladar. Entonces, piensa que, verdaderamente, si hay una manera cabal de que el dulce baile en su boca, sin duda, debe ser cuando dos labios intercambien esencia, y son quizá, esos labios que le sonríen incómodamente en el momento en que se da cuenta de que unos nudillos impacientes han estado golpeando contra la madera de la barra contantemente, y despabila sintiéndose estúpido, y le entrega una servilleta de tela que había sido pedida dos minutos atrás. Ve la espalda del desconocido desaparecer y es presa de la histeria cuando en un parpadeo, lo pierde de vista, KyungSoo estira su cuello con desazón y registra con su mirada todo aquel pequeño lugar, cada mesa, cada rostro, cada espalda. Nada. El hombre ha desaparecido, y suspira con laxitud iracunda volviendo a colocar sus audífonos y subiendo el volumen al minuto dos, quince de hometown glory.

JongIn sale sonriendo del café, sus palmas se frotan irradiando calor y sus expresiones risueñas pueden contagiar a quien este a tres metros de distancia. Es alucinante y, en efecto, caóticamente demencial. Pero, demonios, lo hizo. Realmente lo hizo.

Con las manos en sus bolsillos y el mentón oculto tras un abrigo otoñal. Un hombre deambula feliz por una calle despoblada camino al hospital del centro. Cada paso que da, es una risa acicalando las ráfagas de viento y cada tarareo es un sentimiento que despierta con el sol. Y el único pensamiento con el que llega al consultorio del señor Choi y el que le ronda toda aquella mañana, es el mismo.

«La próxima vez, le pediré la caja de trufas. La próxima vez.» y sonríe, a pesar de mirar los preocupantes resultados de sus análisis sanguíneos.

JongIn, enserio, enserio, desea pedirle la caja de trufas. Trufas irlandesas. Las que tanto le gustan. Las que tanto odia KyungSoo. Enserio lo desea.»

Proporcionado por @_aitanx_

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Proporcionado por @_aitanx_

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