Historias de Café

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Aquella mañana el cielo no mostraba las nubes gruesas y distantes del día anterior, y el aire frío calaba con la burla de un día de primavera. "Clima loco", pensé. Prefiero ser de aquellos extraños que ritualmente aún compramos el periódico, aunque sea sólo para ojearlo en la cafetería a la que voy cada martes y viernes, días en que entro más tarde a trabajar.

Los comensales son los de siempre, a excepción de una mesa a tres tantos de la mía. Un hombre que nunca dejó respirar a su libreta en turno, que parecía erguirse a medias gracias a un bolígrafo, por primera vez en los años que he tomado el café en su distante compañía marcaba su ausencia. Muchas veces estuve tentado a dirigirle la palabra, para darle presencia a nuestro silencio y hacer llevadera nuestra distancia. Sería como un pacto hasta la muerte, en la que ambos nos acompañaríamos sin decir una sola palabra. "Monumento a la rutina", pensaba cada vez que lo veía sentado hablando con la tinta corriendo sobre el papel. Pero esta vez no, ni los días siguientes. Pasaron dos semanas y a su mesa llegaron nuevos rostros, a los que al fin y al cabo me acostumbraría. "Don Jorge no viene desde hace días, espero que esté bien." Escuchaba a los meseros. Yo, mientras tanto, me sumergía en mis propias letras, en el papel y la tinta impresa de mi propia mesa.

Por ser un cliente regular de la cafetería, el personal me aseguraba a esa hora y esos días el mismo lugar, intocable por otras personas. El tiempo marca la ausencia, y también la borra a los dos meses. Hasta hace años, las personas, aún sin hablarme, se hacían notar con sólo su figura. Dejé de advertir a los extraños del local, gritando su silencio por no tener nada qué decir.

Con el periódico bajo el brazo y el fantasma de un cigarro todavía en la boca, esa mañana busqué mi mesa y vi a un extraño habitar la silla opuesta. Contrario a lo que yo mismo hubiera pensado, me alegré al darme cuenta del sujeto dispuesto a compartir la mesa.

--Buenos días, Don Jorge. Hace tiempo que no se le veía por aquí. ¿Cómo está usted?

--Mucho gusto, joven. Siempre he venido, pero nunca me veías.

La mesera, que ya sabe que me tomo un americano con una cucharada de mascabado, me dio los buenos días con la taza grande en que siempre me lo sirven. "Mariana, tan linda como siempre." Comentó don Jorge, y la vio alejarse hacia la barra. Platicamos cómodamente de su vida, de la mía, del café, como dos buenos amigos que se hubieran conocido desde siempre. Me contó sobre su carrera de escritor de teatro, de periodista. Por eso siempre lo vi confrontando su libreta y su bolígrafo, tal vez porque de vez en cuando no los podía hacer hablar. Dijo haber publicado algunos cuentos y novelas a lo largo de su vida, y este día llegó especialmente a regalarme un libro de sus cuentos. Se despidió y dejó el libro sobre la mesa.

Pasaron los días, y mientras tanto no volví a verlo, y casi por nostalgia ajena leí sus escritos. Me sorprendió darme cuenta de que todas sus historias estaban plagadas de tragedia: seis de los diez cuentos terminaron en la muerte de sus protagonistas, dos quedaron locos y en la pobreza, y los últimos en rencores o amor mal correspondido. "Cuánto sufrimiento", pensé. Al día siguiente volví a encontrar a don Jorge sentado en mi mesa.

--¿Te gustaron mis cuentos? –preguntó sin siquiera darme los buenos días.

Por cortesía no comenté que me parecía exagerada la manera en que sus personajes afrontaban tales desdichas, pero sabía que a él no podría engañarlo con esos modos amables.

--Son trágicos, yo lo sé. Pero su historia ya fue escrita, no puedo cambiar nada de eso. Así los concebí.

Guardamos silencio durante los instantes en que llegó Mariana a servirme café, esta vez directamente desde la jarra. Después me habló una a una de sus historias.

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⏰ Last updated: Oct 20, 2017 ⏰

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