II

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Haughton Hall, la casa donde yo vivía antes de conocer a tu madre, se encontraba a las afueras de Weymouth, al sur de Gran Bretaña. En ocasiones, desde los balcones de mi habitación podía escuchar las boyas del puerto, los pitidos cavernosos de los barcos que se dirigían a la costa e, incluso, cuando el mar estaba embravecido, el romper furioso de las olas contra las rocas grises de la playa, casi siempre ocultas bajo un espeso manto de bruma gélida. Creo que en alguna que otra ocasión te he hablado de mis solitarios paseos a lo largo de la costa, antes de que los ataques de la Luftwaffe hicieran de nuestras vidas auténticos infiernos durante esos tres condenados meses.

Siempre me ha gustado la soledad. En 1940 contaba veintidós veranos y aún no había conocido varón, en el sentido quizá más estricto de la expresión. Mis padres, tus abuelos adoptivos, a los que no llegaste a conocer, a menudo trataban de restar importancia a mi resuelta autonomía alegando que no eran más que “cosas de jovenzuelos”. Por añadidura, cosa que, pese a todo, siempre agradeceré, me gustaba salir de Haughton Hall sin más compañía que mis propios pensamientos en dirección a la rocosa costa. Podía pasar horas de paseo entre los macizos pedregosos cubiertos de algas cuando la marea bajaba.

Mi madre siempre me repetía la misma fórmula, fórmula que terminé por desoír en la medida en que todas las hijas desoyen las advertencias de sus madres cuando nada grave sucede nunca.

—Flavia, ten mucho cuidado, ¡y abrígate la garganta!

Flavia Haughton, la persona que te escribe estas palabras, y cuya educación era impecable, tenía mucho cuidado y se abrigaba la garganta para salir a pasear cuando su madre se lo decía.

Era, como te estaba contando, el mes de agosto de 1940, y yo tenía veintidós años. Pero creo que eso ya lo he dicho. 

No se lo digas a nadieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora