El mar puede resultar extremadamente engañoso en ocasiones. Es posible, cariño, que todas las personas soñadoras seamos capaces de ver en él formas que en realidad no existen, y que escuchemos sonidos que no sean más que caprichosos susurros de las olas. El mar es una criatura asombrosa e infernalmente cautivadora, salvación de muchos, perdición para otros, pero nadie le niega su magia. Nos invita a la fantasía y nos obsequia con sus melodías, ya alegres, ya oscuras. A unos les contagia una dulce pero punzante melancolía, como si el ir y venir de las traviesas mareas, sempiterno movimiento el suyo, trajese a la mente remembranzas que es mejor dejar dormidas. Ya ves lo fácil que podría decirse esto si a nadie le doliera tener memoria y atesorar recuerdos. Pero ese, mi pequeña, no es mi caso, aunque me hiera reconocerlo. Aun así, pese al dolor que siento cuando los recuerdos me transportan a tiempos pasados, prefiero mil veces, como se dice, morir de amor que vivir sin haberlo disfrutado ni padecido.
El catorce de agosto de 1940 desperté con la sutil y a la vez palpable sensación de estar incompleta; durante las horas de sueño nocturno algo malévolo sin cuerpo ni forma parecía haberme robado una parte de mí. Y necesitaba recuperarla.
Cuando nuestra criada, Guenevere, a quien yo llamaba Jenny, entró en mi habitación y abrió el balcón para que penetrase el aire fresco y perfumado de la mañana, pude captar, aún somnolienta, el impertinente griterío de las gaviotas blancas que, desde los cielos o en la orilla del mar, avisaban de algún cambio de tiempo a no mucho tardar. Hasta mis fosas nasales, siempre ávidas de nuevos olores, llegó el aroma del mar, delicada miscelánea de algas a medio corromper y sal fundida en un agua tan antigua como el propio mundo. Y ahí estaba también la incomprensible nana del océano, la canción del bardo marino: el batir de las olas que rompía el siempre temeroso silencio.
—Hoy hace un día precioso, señorita Haughton —me dijo Jenny mientras abría el balcón de par en par tras correr las plúmbeas cortinas granates que lo cubrían.
—Quiero ir a la playa, Jenny —comenté casi sin pensar, con la voz estúpidamente ronca, producto del sueño.
Minutos después, y sin que nada me lo impidiera, abandoné Haughton Hall y atravesé como un rayo los arbolados y verdes terrenos de la propiedad familiar, que se extendía en dirección sureste hasta casi la costa. Recuerdo que, cuando eras niña, tu madre y yo te contábamos fantásticas historias acerca de los serbales encantados de Haughton Hall. ¡Cuánta inventiva derrochábamos! Y a veces tu madre te recitaba unos versos maravillosos del bardo Taliesin, ¿te acuerdas tú también? Seguro que sí. Aún recuerdo esos versos. Decían así:
Yo sé que la pata del cisne blanco es negra,
que la raza de los cielos nunca será destronada,
que la mujer nunca descansa, que llega la noche.
Sé de la riqueza que el mar esconde,
pero nadie sabe por qué
las entrañas del sol son encarnadas.
Al llegar a la brumosa orilla del mar, aquella playa de fina arena trigueña salpicada de pequeños guijarros parduscos y conchas de animales marinos, me sentí en paz. Jenny solía acompañarme hasta las lindes de la finca cuando era más pequeña; sin embargo, cuando alcancé la suficiente edad como para ir sola, nunca más consentí compañía. «Ingobernable», solía decir ella. Y no se equivocaba.
Esa mañana, en tanto en cuanto el sol no parecía ir a salir de su algodonoso envoltorio de nubes, no hacía calor ni tampoco frío. Pronto me sumergí en el mar de niebla aperlada que marcaba el fin de un mundo ajeno a mí y el comienzo de mi propio mundo. Al mirar en lontananza, a unas pocas millas de la costa, podían verse las rocas negruzcas de la isla de Portland, alzándose imponentes sobre la superficie plomiza del mar. Aquellas rocas a menudo se mostraban fantasmales como las milenarias ruinas de alguna ciudad olvidada por el tiempo. Me gustaba imaginar que era una especie de Atlántida, aunque yo sabía muy bien que no lo era ni podía serlo. ¿Imaginas a una mujercita de veintidós años, fantaseando con ciudades míticas y mundos inexplorados?
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No se lo digas a nadie
Historia CortaLa joven e independiente Flavia Haughton sale de paseo un día de agosto de 1940, días después de que los bombarderos de la Luftwaffe alemana comiencen sus ataques a Gran Bretaña. En las rocosas costas de la isla de Portland, Flavia encuentra a Isabe...