El desconocido

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- ¿Y? ¿No me vas a preguntar qué pienso de tu amigo? Para eso me trajiste, ¿no?

Sergei no había hablado en todo el trayecto, y ya casi estaban por llegar, por lo que Sofía creyó que su pregunta era prudente. 

Él sólo le dio una rápida mirada de reprobación y luego siguió con la mirada fija en el camino.

- Bueno - dijo - Supongo que ya no necesito que me respondas, dado que es bastante evidente, ¿no te parece?

Ella lo miró, sorprendida.

- ¿Estás molesto?

A Sergei le entraron ganas de responderle con una burda imitación de su propia pregunta, pero no quería parecer infantil, de modo que sólo calló. 

- No me digas que estás celoso, porque eso sí que ...

- No estoy ni molesto ni celoso. - interrumpió él. - Sólo estoy pensativo.

- Ah. Ya veo.

El resto del camino se condujo en silencio. Al llegar, caminaron juntos hasta la puerta de su departamento, donde él se despidió brevemente, deseándole un buen descanso, para luego marcharse sin mayor demora.

Al día siguiente no tuvo noticias de él. Al comienzo pensó que seguramente estaría ocupado en otros asuntos, pero cuando pasó una semana y luego dos sin que apareciera, comenzó a preocuparse. Visitó los ensayos de la sinfónica donde trabajaba, pero le dijeron que había pedido un permiso. Pensó en llamar a Octavio o a la señora Montenegro, pero no quería parecer desesperada, de modo que se abstuvo. Después de todo, ¿por qué tenía él que reportarse ante ella? Lo había dejado bien claro antes: entre ellos no había nada.

Las semanas pasaron una detrás de otra. Sentada frente al escritorio de su vieja oficina volvió a escuchar los mismos reclamos sobre maridos ausentes, mujeres infieles, perritos perdidos; se vio repetida hasta el infinito volviendo a casa de noche, revisando un teléfono sin nuevos mensajes y mirando una puerta a la que nadie llamaba. ¿Qué tiene la ausencia que hace parecer tan lleno lo que está vacío? Todo su apartamento parecía estar grabado de memorias de un hombre que con seguridad ni pensaba en ella ni se interesaba en saber cómo estaba. Sintió que se estaba convirtiendo en algo así como un borracho barbudo disfrazado de señorita cuando despertó a media noche sentada en su escritorio, con un cigarro consumido en una mano, un vaso de vino en la otra y un terrible dolor de espalda.

Cansada de sí misma y de su monólogo inútil, trató de reordenar todo: sus muebles, sus ocupaciones, sus memorias; pero de alguna manera él siempre se las ingeniaba para aparecer junto a ella en su cama, mirándola con ese gesto serio que no entendía, penetrándola en un gesto de éxtasis o envuelto en una bufanda roja, sujetando sus manos y diciendo "te necesito". 

Una noche de tantas, sentada frente al computador, tecleó su nombre en Google. Comenzó a leer monótonamente los mismos artículos que ya alguna vez había revisado, hasta que, cansada, revisó la búsqueda de imágenes. Ahí estaba, posando para una revista, con su mirada impecable y atronadora, su bella sonrisa y su violín. O compartiendo unos tragos en un cóctel. O con su cabello agitado en medio de un concierto. Pasó una imagen tras otra, hasta que se encontró de golpe con algo que parecía imposible. Enderezó un columna arqueada y se puso los lentes. Amplió la foto. En ella estaba Sergei, tan atractivo como de costumbre, elevando una copa junto a otro hombre, bastante mayor, que le sonreía con lo que parecía ser aprecio. Leyó el pie de la foto, buscando más información, pero apenas mencionaba algo sobre un concierto de beneficencia en Cremona. En el resto del artículo no había más información, de modo que volvió sobre la foto, incrédula. Habían pasado muchos años desde que había visto esa cara por última vez, pero jamás la olvidaría. No había ninguna duda. Era su padre. 

El caso 22Donde viven las historias. Descúbrelo ahora