Nacimiento

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Era un día caluroso en la gran Ciudad de Buenos Aires, más precisamente en el barrio de Flores. La gente caminaba por la calle con paraguas en la mano, preparándose para la tormenta que habían anunciado los noticieros. A esto se debía el gran calor pegajoso que se percibía, insoportable y lleno de humedad.

Norma estaba sola en el patio de su casa, sentada en una de esas sillas que se hamacan una y otra vez. Mientras se balanceaba lentamente, se tocaba suavemente el vientre, que a esta altura ya estaba bastante grande. Al mismo tiempo y sin que se le notara tanto la tristeza, lloraba y con la mano izquierda se limpiaba las lágrimas, mientras no dejaba de acariciarse el vientre con la derecha. Cualquiera que la hubiera visto, se hubiera dado cuenta de que estaba esperando algo, o alguien. Y era cierto.

De repente comenzó a sentir dolores muy fuertes en la zona del vientre. Eran cada vez peores, inaguantables, nunca se imaginó que sería así. Agarró el bolso que tenía preparado hace mucho tiempo, al que siempre le estaba agregando cosas que creía que podían ser útiles, y salió de su casa, dirigiéndose a la calle. Al segundo un taxi pasó por el lugar y ella lo tomó.

En el hospital, dos médicos la atendieron y acostaron en una camilla. Luego tenían que llevarla a la sala de parto, donde ella consideraba que comenzaría todo. Aunque se sentía la mujer más feliz del mundo por el nuevo ser que daría a luz, lloraba con una tristeza inmensa. Lloraba porque se sentía sola, lloraba porque era la única que iba a compartir con ella misma su propia alegría, lloraba porque la persona que más le importaba que esté presente en ese momento hermoso, no estaba. Y lo más triste de todo eso, es que no sólo no iba a estar presente en ese instante, sino que no iba a estar presente nunca más.

Después de muchas horas de trabajo, Norma dio a luz. Lloraba con una mezcla de melancolía y emoción al ver los ojos de ese nene hermoso, esos ojos que brillaban, celestes como el mar. Pero que brillen celestes como el mar no era lo que la hacía llorar, lo que sí lo hacía era el parecido que tenían esos faroles a los ojos del amor de su vida. Eran idénticos: tenían el mismo brillo luminoso con la presencia del llanto, y transmitían tanta luz que encandilaban. Ella pudo notar el parecido en los rasgos, no dudó ni un minuto de que estaba en presencia del fruto de un amor inquebrantable e inmortal. Siguió llorando mucho tiempo más, mientras su bebé era llevado a otras salas, para así ser bañado y preparado para estar mucho tiempo más con su mamá.

Pasaron las horas y una doctora abrió la puerta de la habitación con una sonrisa notoria. Tenía al bebé en brazos, ya limpio y cambiado, para poder ser entregado a su mamá. Norma sonrió y tomó a su hijo, feliz porque desde ese momento en adelante podía entregarle todo lo mejor de ella. La doctora se fue sonriendo todavía, y respetando ese momento entre madre e hijo. En cuanto ella se fue, Norma comenzó a hablarle al bebé entre lágrimas:

- Vamos a ser muy felices, ¿sabés? Sos todo lo mejor que tengo y sin dudas alguien te mandó acá para no hacer que me quede tan sola. Vos me vas a ayudar a sobrevivir en este mundo. Sos la viva imagen de tu padre, sos la viva imagen del único hombre que me dio todo en esta vida, pero lo más importante, me dio un hijo hermoso con su misma mirada. Nunca me decidí qué nombre ponerte: estuve entre Felipe, Benjamín, entre tantos otros. Pero al ver tus ojos cargados de luz y de todas las virtudes posibles, supe que ninguno de los nombres que había estado pensando era el correcto, y vino a mi mente el ideal: Valentino. Vas a ser alguien cargado de amor, cargado de eterno amor, y tu nombre va a ser acorde a eso. Te amo, Valentino. Te amo para siempre. Y a vos, Sergio, donde quiera que estés, también te amo, para siempre...

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⏰ Última actualización: May 04, 2014 ⏰

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El amor en tiempos de guerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora