VIII

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Los seres humanos, tanto mundanos como Cazadores, tendían a asumir que todo era eterno: su vida, el planeta, el equilibrio entre las dimensiones; si algo había estado allí durante el tiempo suficiente, incluso si era sólo desde la escasa y cerrada perspectiva de su propia existencia, asumían que se mantendría así “para siempre”.

Pocas veces tenían razón.

Idris era un caos. El Cónsul se paseaba nervioso por su despacho, los Cazadores y miembros de la Clave murmurando en los pasillos mientras intentaban trazar estrategias y teorías, pero, ¿cómo? No tenían ni idea de cómo actuar, ni siquiera en sus peores pesadillas alguien habría imaginado lo que estaba ocurriendo, nadie los había preparado para una situación que parecía tan imposible como insalvable.

La reliquia más atesorada por los Cazadores, más incluso que los Instrumentos Mortales, que había dado pie a innumerables leyendas y mitos, la fuente de su poder, había desaparecido. El Árbol de la Vida había sido robado.

La noticia llegó y enseguida se esparció como pólvora entre los miembros del Concejo. El Cónsul había viajado hasta Exoplanet, dimensión donde residía el Árbol desde el momento en que el Ángel Raziel lo creara, y encontrando en su lugar un paraje desolado. Sin el Árbol de la Vida, Exoplanet se marchitaba, y esa situación no tardaría en repetirse en todas las dimensiones. Un simple redondel rojo quedaba en el sitio donde había sido plantado el Árbol, pero no había siquiera una minúscula pista de dónde podría encontrarse en esos momentos.

Las consecuencias no tardaron en hacerse sentir. Comenzaron a llegar reportes desde todo el planeta; disturbios y peleas, lo suficientemente significativos para que la información alcanzara Idris. Lentamente, el submundo había comenzado a decaer, la paz por la que tanto habían luchado todas las criaturas mágicas, el orden y la estabilidad que se había mantenido durante siglos se estaba resquebrajando.

Sin el Árbol de la Vida, la Tierra estaba desprotegida, las barreras entre las dimensiones no resistirían demasiado tiempo y muy pronto los demonios podrían andar libremente en el planeta, viajando desde su mundo hacia tierras humanas y causando destrozos inimaginables.

Era, sin lugar a dudas, el peor escenario con el que pudieran haberse topado, y, tanto humanos como subterráneos, estaban a punto de comprobar sus consecuencias.

***

Lee Sooman siempre se había considerado un hombre muy comedido, siendo Director del Instituto de Seúl y, además, uno de los mejores Cazadores de su tiempo, sabía cómo mantener la calma y manejar hasta las peores situaciones, pero esto se escapaba a su capacidad. El mensaje de fuego aún no había terminado de desvanecerse pero ya había comenzado a transpirar, el sudor frío y pegajoso deslizándose por su piel mientras intentaba estabilizar su respiración. Sólo los Directores de los Institutos habían sido alertados, decía el mensaje, el Cónsul no quería que la noticia se hiciera realmente pública, primero debían idear un plan, alguna maniobra para minimizar los daños, una estrategia para la guerra que sabían estaba a punto de desatarse.

Asegurándose de mantener su estela consigo, Sooman se apresuró fuera de su despacho, atravesando el portal que lo llevaría a Idris en apenas unos segundos.

***

- ¿No podemos simplemente pedirle ayuda a Raziel? - uno de los miembros del Concejo había propuesto, ganando murmullos de desaprobación e incluso algunos comentarios de incredulidad.

El Cónsul masajeó sus sienes antes de continuar, como si él tampoco creyera lo que estaba escuchando.

- Por supuesto que no, Eunjung, el Ángel no es ningún servicio de entrega a domicilio - sentenció, utilizando una analogía mundana que había oído hacía algún tiempo - es una deidad, una divinidad, ya bastante agradecidos debemos sentirnos por el simple hecho de habernos creado, de habernos dado habilidades y características superiores a los mundanos, incluso deberías agradecerle por la propia tierra que estás pisando. Todo esto - continuó, recuperando el aliento mientras su mano señalaba el espacioso salón del Gard e incluso más allá, entre las montañas de Alicante - todo esto se lo debemos al Ángel, a Raziel, cuya benevolencia fue suficiente para otorgarnos además un país donde vivir sin restricciones, un sitio seguro, darnos los Instrumentos Mortales y también el Árbol de la Vida. Nuestra tarea era protegerlo, por tanto, somos nosotros quienes le hemos fallado, este ha sido nuestro error, y por ello, no recibiremos ayuda de nadie, debemos enmendarlo nosotros, ese es nuestro deber.

Sangre de ÁngelWhere stories live. Discover now