CAPITULO 1
Emprendí mi viaje sin esperar mucho de él, pues con los años los caminos se vuelven predecibles, rutinarios y comunes. Nada nuevo parece capaz de mover las fibras que cubren mi corazón o dar sentido a mi existencia.
Si aprendí a pelear, fue hace mucho tiempo, y supe ganar pronto. Incluso podría decir que aprendí rápidamente qué batallas evitar, una habilidad que me ha mantenido intacto, sin recibir un solo golpe. Ahora, a lo largo del camino, cargo una armadura, pero rara vez la uso. Forjada durante 25 años, su peso ya no representa el esplendor juvenil; su brillo es opaco, sus adornos han desaparecido, y cada marca en su superficie es testigo de los demonios enfrentados. Este blindaje, antaño suave y adornado, ha crecido grueso y robusto, un reflejo de las guerras pasadas y las batallas que ya no necesito pelear.
Mientras desciendo de las montañas frías hacia la cálida llanura, dejo que la armadura se arrastre tras de mí, aliviando mi cuerpo de su carga. El camino está cubierto de hojas secas y bañado por los despojos del invierno pasado. El aire primaveral despierta algo en mí, un vestigio de las emociones olvidadas que altera mi andar y mi respirar. En los rincones del bosque, los animales me observan en silencio, indiferentes a mi paso, y escucho sus murmullos: aves pequeñas susurran entre ellas, un búho me mira inmóvil desde lo alto. Toda la sinfonía natural me envuelve, y me dejo llevar.
Llego a un claro iluminado por un rayo de sol que se filtra entre las ramas; un viejo tronco caído parece invitarme a descansar. Al observar las cenizas en el suelo, comprendo que muchos viajeros han pasado por aquí. Este refugio, un espacio de paz en medio de un mundo plagado de incertidumbre, me recuerda la seguridad de las ciudades transitadas, donde las personas caminan sin conocerse, atrapadas en sus rutinas. Aquí, en cambio, yo me siento libre, por fin en paz.
Despojo mi cuerpo de la armadura y reúno ramas para encender una fogata. El fuego nos permite atravesar la oscuridad, una barrera que la humanidad aprendió a cruzar. Al calor de las llamas, con algo de comida del bosque, me siento seguro. La paz que me rodea es tan absoluta que, por un momento, olvido que nada es eterno; me dejo llevar por la tranquilidad del presente.
El sol se desvanece, y la noche cae repentinamente. Una somnolencia me invade mientras la oscuridad se cierne a mi alrededor, y, despojado de toda coraza, me permito relajarme. Entonces, una figura se materializa frente a mí, un ser de un esplendor imposible. Sus ojos ardientes, como chispas de fuego, perforan mi vista, y un miedo ancestral me atraviesa. Es un dragón, una criatura que creía solo posible en leyendas, majestuosa, con un destello púrpura en su piel escamada. En su frente lleva una marca, una cruz tallada que parece señalarme y presagiar mi destino.
Intento moverme hacia la armadura, estirando el brazo para alcanzarla, pero la criatura, con una sonrisa de conocimiento y poder, adelanta una de sus garras y apaga la fogata. Nos envuelve una oscuridad espesa, rota solo por el fulgor de sus ojos.
—No eres tan invencible —su voz retumba en el silencio—. Te he buscado durante años, solo para verte caer. Hoy es el día en que me darás lo que es mío, y por generaciones te lo arrebataré una y otra vez.
La desesperación se apodera de mí. Siento su garra sujetando mi pecho, y en un instante me arranca lo más preciado: mi corazón. Lo observo en sus manos, palpitante, y, en un trance de resignación, veo cómo lo coloca junto al suyo, fundiéndolos en uno solo.
Caigo al suelo, incapaz de gritar, incapaz de luchar. Mi cuerpo yace junto al viejo tronco, y en la última mirada del dragón, veo una sonrisa satisfecha antes de que desaparezca en la noche. Todo lo que temí, todo lo que me esforcé por evitar, se ha cumplido en este instante final.
CAPITULO 2
Desperté en la penumbra, desorientado. Mi pecho ardía, vacío, como si el mismo fuego del dragón hubiera dejado una marca invisible. Intenté respirar hondo, pero el aire se me escapaba, liviano y sin sustancia. Recordé el momento en que mi corazón palpitaba en las garras del dragón y la profunda mirada con que me observó mientras se alejaba. Aquella criatura no era un enemigo cualquiera, sino el reflejo de mi propio ser, algo que, por alguna razón, jamás había comprendido hasta ahora.
Apenas podía moverme. Miré a mi alrededor, notando que el bosque ya no era el mismo; en cada árbol, en cada sombra, se reflejaba su figura: el dragón se había vuelto parte de mi entorno, de mi vida, y de cada instante en que intentaba olvidar. Sin embargo, una idea fue abriéndose paso en mi mente, como un rayo de sol entre las nubes: destruirlo no era la respuesta. Algo profundo dentro de mí sentía que no podía destruir aquello que representaba la esencia de mi felicidad y, al mismo tiempo, de mi sufrimiento. Si bien esa criatura había arrebatado mi corazón, también era lo único que me conectaba con cada latido de mis experiencias, con cada recuerdo y con cada cicatriz.
Con ese pensamiento, emprendí un nuevo viaje. No sabía bien a dónde ir, pero mis pasos parecían tener un propósito propio. Algo en mi interior me empujaba a buscar al dragón, no para matarlo, sino para entenderlo. Sabía que en el fondo estaba en una búsqueda de mí mismo. Cada paso en el camino era una especie de reconciliación con mi historia, con los años de gloria que forjaron mi armadura y los días oscuros que desgastaron su brillo.
Los días se volvieron semanas, y en cada rincón del bosque encontraba rastros de la criatura. Árboles marcados con garras, cenizas de fogatas recientes, huellas profundas en el barro. Era como si el dragón dejara pistas a propósito, retándome a seguirlo. En cada parada, escuchaba un eco lejano, como un susurro que me llamaba. A veces, me parecía distinguir su voz en el susurro de los árboles o en el murmullo de los ríos, como si el mismo bosque se hubiera convertido en su mensajero.
Finalmente, una noche clara, llegué a un desfiladero. Las estrellas iluminaban la escena y, en medio de la vastedad, vi al dragón en lo alto de un peñasco, su silueta oscura contrastando con el brillo del firmamento. Sentí una mezcla de temor y serenidad al acercarme. No llevaba mi armadura; sabía que en esta ocasión no me serviría. Levanté la mano en señal de paz, esperando una respuesta.
—¿Por qué has venido? —resonó su voz, grave y profunda, como el eco de un trueno.
—No para pelear contigo, sino para comprender —respondí con voz firme, aunque mis rodillas temblaban.
El dragón descendió del peñasco, acercándose con cautela. Sus ojos, aún chispeantes, tenían una profundidad que jamás había visto. Cada paso suyo resonaba en mi pecho, recordándome que mi corazón latía allí, entre sus costillas, sincronizado con el suyo.
—He sido tu tormento y tu alegría —dijo, con un tono que oscilaba entre la tristeza y el orgullo—. La vida te ha dado alegrías, pero también dolores, y yo soy el reflejo de ambos. Soy la sombra que dejaste en cada batalla, la gloria y la derrota. Sin mí, ¿quién serías?
No pude responder de inmediato. Reflexioné sobre sus palabras, dejando que se impregnaran en cada rincón de mi ser. Comprendí que todo lo que él representaba —cada derrota, cada triunfo, cada lágrima— me había dado forma. Había pasado años luchando para mantenerme intacto, sin entender que cada cicatriz, cada herida, y cada pérdida eran también la base de mi fortaleza.
—No he venido a destruirte —le dije finalmente—. Al contrario, he venido a agradecerte. Sin ti, no habría aprendido el valor de cada paso, de cada amanecer, de cada rostro que me acompañó en este viaje.
Por primera vez, el dragón pareció vulnerable, como si mis palabras hubieran tocado algo dentro de él. Su mirada se suavizó, y un brillo distinto asomó en sus ojos. Aquel ser magnífico, que había surgido de mis miedos más profundos, era también la prueba de mi capacidad de amar y de perder.
—No hay felicidad sin sufrimiento —respondió el dragón con una voz que sonó casi humana—. Yo soy ambos, y tú eres ambos. Aceptarme es aceptar la vida en su totalidad, sin negar ni una sola de sus caras.
Nos quedamos en silencio, el dragón y yo, unidos por una conexión que iba más allá de las palabras. Esa noche, bajo la luz de las estrellas, entendí que no había necesidad de armadura, ni de luchas innecesarias. El verdadero camino era caminar a su lado, reconocerlo como parte de mí, y aceptar que la paz y la guerra, el amor y el dolor, eran las dos caras de la misma moneda.
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Dragón Purpura
RomanceCuento corto que deslumbra la verdad de encontrar a alguien muy especial... metaforicamente hablando.