La zona más oriental de aquella playa tenía —y tiene a día de hoy si nada ha cambiado— unos grandes macizos de roca granítica que en otro tiempo debieron ser más imponentes pero que, debido a la feroz erosión del océano y del viento, mostraban un aspecto avejentado y corroído, como un anciano con quien se ensaña la decrepitud. Resultaba embriagador caminar lentamente playa arriba y playa abajo, con las ingobernables olas de aquellas aguas, grises y mercuriales, azotando las rocas. Ese día estaban quizá algo más furiosas que de costumbre; el sonido que producían al chocar contra la piedra era estruendoso.
Me acorde entonces —quizá por voluntad de la providencia— de que solía decirse que en aquellas rocas había algunas cuevas que quedaban sepultadas bajo toneladas de agua cuando la marea subía, para mostrarse tal cual eran cuando bajaba. Más de una vez, durante mi juventud, me arriesgué a penetrar en alguna de esas cuevas con la intención de desentrañar el misterio como el de la inexistente Atlántida de la isla de Portland. Naturalmente, solo encontraba algas, conchas, restos de algunos barcos naufragados, basura y chatarra por todas partes, llevadas hasta aquellas cavernas por acción del mar y sus caprichos.
A medida que avanzaba hacia el este, ya con los pies descalzos y los zapatos colgando de mi mano por los cordones, mis ojos, y con ellos mi interés, fueron fijándose cada vez más en los pequeños promontorios. Había marea baja, con lo que muchas cuevas estaban transitables; aun así, como te contaba, mi pequeña Tilly, las olas estaban coléricas. Pronto, si continuaban descargando de ese modo su rabia contra la piedra, la marea subiría.
Fue entonces cuando me pareció ver algo en el interior de una de las cuevas, acaso un destello fugaz o una sombra escurridiza, no puedo decirte lo que en esos momentos fue. Pero, por supuesto, logré ver algo. Algo se movía a la entrada de la caverna; instantes después se extravió en la oscuridad.
«Flavia Haughton tiene tan mal carácter y es tan tozuda como una mula vieja a la que se marca con un atizador», bravuconeaba a veces uno de mis antiguos compañeros de escuela. No se por qué en esos momentos me acordé de sus palabras, pero de algún modo me sirvieron para dirigirme a las rocas y averiguar qué rábanos era lo que acababa de ver.
La rabiosa algarabía de las olas me impedía captar cualquier otro sonido que pudiera haber, al menos hasta que entré en la caverna. Lo cierto es que entré con una excesiva determinación que, dicho sea de paso, se esfumó tan rápidamente como había aparecido. Ni siquiera me dio tiempo a asimilar el nuevo sentimiento que se había apoderado de mí. Simplemente me quedé quieta, vacía por dentro como un espantapájaros al que le han quitado el relleno de paja de las tripas, mirando las mojadas paredes de la cueva, las algas, unas verdes y otras castañas, fláccidas como si carecieran de vida, y tratando de percibir algún sonido que evidenciara la presencia de algo más. ¿De verdad esperaba escuchar algo? Pues aunque te parezca mentira, cariño, a veces lo que esperas que pase es exactamente lo que acaba ocurriendo. De hecho, escuché pisadas, un levísimo frote de ropas, un chapoteo inquieto, e incluso un quejido. Y después, silencio.
Al fondo de la cueva había otras rocas, medio cubiertas de algas y lapas blancuzcas. Adiviné que todos aquellos ruidos provenían de detrás de ellas.
—¿Hola? —llamé, temerosa. Te darás cuenta de que nadie me contestó, por supuesto. En el aire se notaba el temor, no mi propio temor, sino un temor ajeno y desconocido. Repetí mi llamada con bastante debilidad—: ¿Hola? ¿Hay alguien?
De nuevo, el silencio me respondió. Las olas habían empezado a penetrar por las ranuras de la cueva y pronto quedaría sumergida. El agua ya me llegaba por las rodillas. Quizá solo dispusiera de unos minutos para salir.
Por mi parte, estaba plenamente convencida de que había una persona escondida tras las rocas del fondo.
—Si no salimos de aquí a tiempo, nos ahogaremos —dijo, con una calma excesivamente teatral.
Y ante mis ojos, como una sirena que emerge del mar, apareció una muchacha, la más hermosa que jamás hubiera visto: tu madre.
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No se lo digas a nadie
Short StoryLa joven e independiente Flavia Haughton sale de paseo un día de agosto de 1940, días después de que los bombarderos de la Luftwaffe alemana comiencen sus ataques a Gran Bretaña. En las rocosas costas de la isla de Portland, Flavia encuentra a Isabe...