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La ropa de aquella chica era un puro andrajo, sucio y misérrimo; deduje que había sido un vestido de color crema no hacía mucho. Lo que más me impactó fue, sin duda, su cabellera, larga y de un asombroso color platino. Supuse que a la luz de la tarde adoptaría un tono más cobrizo. Sus ojos eran grandes y grises como la pirita; estaban terriblemente enrojecidos, como si hubieran estado llorando durante demasiado tiempo.

¿Alguna vez te he enseñado una foto de tu madre cuando era joven? Era tan bella…

—Por favor —me dijo, con un leve pero evidente acento alemán—, no me delates. No me delates. —Me repitió aquellas palabras como si yo no la hubiera entendido la primera vez y quisiera recalcar su desesperación.

Francamente, al principio me escandalicé. ¡Una alemana en Gran Bretaña, y en la costa de Weymouth, nada menos! ¿Qué podía pensar yo entonces, sino que se trataba de la más sanguinaria enemiga de mi patria? Una espía, una alimaña, el diablo hecho carne. Por culpa de su gente, nuestra gente estaba padeciendo los espantos de la guerra. La Luftwaffe estaba asolando nuestra tierra desde hacía días, y nadie sabía cómo ni cuándo acabarían los ataques aéreos, tan destructivos, tan injustos.

—¿Por qué no habría de delatarte? —pregunté en un balbuceo infantil.

—Porque también me quieren matar a mí.

Me quedé de piedra. ¿Qué significaba aquello? ¿Acaso ella era una exiliada de Alemania? Si era así, entonces, ¿cómo había llegado hasta allí? ¿Y cuánto tiempo llevaba oculta en aquellas cuevas?

—Pero eres alemana.

—Ni siquiera nosotros estamos a salvo. —Vi entonces cómo se le escapaba un sollozo entre los labios. Aquel llanto silenciado a la fuerza logró encogerme el alma.

—¿Quién eres? —se me ocurrió preguntar, sin bajar en ningún momento la guardia.

—Isabella, Isabella König —me contestó, tan temerosa que parecía ir a transformarse en gelatina de un momento a otro. ¡Ya sabes lo enclenque que parecía tu madre en ocasiones!, la pobre era incapaz de soportar ciertas cosas. Y no se puede decir que fuera cobarde. De hecho fue la mujer más valiente que he conocido y que jamás conoceré.

—¿Y cómo has llegado hasta aquí?

—En barco —respondió ella, ligeramente más calmada pero aún tímida como una corderilla—, a bordo del Darmstadt, hace tres días.

—¡Tres días! —exclamé, incapaz de contener mi admiración.

En esos instantes de crudeza vi cómo aquella joven volvía a sollozar; a todas luces era más mayor que yo, unos cuatro o cinco años, y por tanto más madura, pero incluso las personas más maduras pierden la paciencia y la esperanza alguna vez. Isabella parecía al borde de la depresión, de la histeria o del colapso. Y con toda la razón.

—Me metí en las bodegas del barco sin que me viera nadie. El revisor de carga no logró encontrarme. —Hacía pausas para poder llorar y a la vez tomar aliento—. Todos esos días de viaje estuve escondida entre los baúles. Encontraron a otros y… —Movió las manos en un claro gesto de impotencia—. Hubo problemas a bordo, muchos problemas. Yo seguí oculta hasta que llegamos a la costa. Me escapé de las bodegas y salté al mar.

—Y nadando llegaste hasta esta playa.

Isabella asintió con consternación, cual si le pesase demasiado el recuerdo de aquella terrible hazaña. Por otra parte, yo no daba crédito a lo que escuchaba. Me parecía más estar escuchando un relato decimonónico de piratas.

—¿De dónde procedes? —cuestioné, cada vez más interesada y menos inquieta. Isabella no hacía sino transmitirme una curiosa serenidad. Hay personas en el mundo, Tilly, que por muy atribuladas que estén siempre logran contagiar la paz de espíritu que ellas mismas atesoran y cultivan.

—Nací en Berlín, pero he pasado estos últimos meses en Bremerhaven a la espera de dar con un barco que me llevase lejos.

—Pues ahora estás bastante lejos de tu tierra —opiné yo, casi con inocencia.

—Contra mi voluntad.

—¿Por qué te marchaste? ¿Acaso no eres aria, como dice vuestro Führer que deben ser los verdaderos alemanes? —Aquella pregunta sonó excesivamente cruel, y en cuanto la formulé, me arrepentí muy de veras. Isabella no se inmutó, lo que aún llegó a crearme un mayor sentimiento de culpa.

—Lo soy, pero algunos miembros de mi familia huyeron a otros países al estar en desacuerdo con el nuevo régimen. Se investigaron nuestras raíces y se comprobó que una parte del árbol genealógico de los Ehrlich, la familia de mi madre, procedía de Polonia.

—Entonces no eres completamente aria.

—Por parte de mi padre sí; por la de mi madre, no.

Y así, pensé, comenzaron las persecuciones a la familia König. El exilio de algunos familiares de Isabella había provocado que las autoridades nazis sospechasen de una traición a la patria y, a consecuencia de ello, habían descubierto que no poseían la pureza de sangre necesaria para poder decirse hijos de la gran Alemania.

La terrible cadena de sucesos me resultó repugnante.

—¿Y tu familia? —pregunté, muerta de curiosidad y a la vez embargada por la tristeza—. ¿Y tus padres? ¿Dónde están?

—Ya no están.

—¿Qué quieres decir?

—Quisieron escapar, como hice yo después, marcharse a otro sitio, a España quizá. Allí no quieren dejar el paso libre a la Wehrmacht. Eso les dio esperanzas. Pero los arrestaron en la frontera de Saarbrücken. Y acabaron con ellos.

No se lo digas a nadieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora