VI

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No recuerdo haber sentido nunca el corazón tan sumamente encogido como cuando Isabella me contó que sus padres habían muerto a manos de sus propios compatriotas. ¿Es que en Alemania se habían vuelto todos locos? ¿Cómo era posible que, en pleno siglo XX, pudieran verse tales barbaridades? Cariño mío, tu siglo es el XXI y nunca has tenido que ver cosas semejantes, pero tanto tu madre como yo fuimos testigos de aberraciones sin límite. Sin embargo me estoy adelantando a los acontecimientos.

¿Qué debía hacer? Isabella König era una víctima más de la guerra, una pobre muchacha exiliada de su propio país y perseguida por los suyos. Sola, desamparada y sin hogar. Si yo alertaba de su presencia a la policía inglesa podían ocurrir dos cosas: que tratasen de deportarla o que la encarcelasen a la espera de juicio. En cualquier caso sería un desastre, y yo acabaría sintiéndome fatal.

La verdad, nunca me arrepentí de la decisión que tomé en ese momento, básicamente porque, de no haberla tomado, tú no existirías.

—No te preocupes, Isabella —dije, en tono tranquilizador—, no pienso delatarte.

Me miró con los ojos fuera de las cuencas, como si yo fuera un cadáver salido de la tumba que ansiara vengarse de un antiguo agravio.

—¿Y por qué no? —fue todo lo que logró preguntar, mientras se quitaba de las mejillas los últimos vestigios de lágrimas.

—Porque en muchos sentidos tu país y el mío no son muy diferentes —expliqué, con la voz un tanto gutural—. Necesitas seguir escondida. Y ahora que lo pienso —añadí—, ¿no has comido nada en estos tres días?

—No, nada.

Me horroricé. Mi nueva amiga —pues ya no podía verla como otra cosa, ni mucho menos como una enemiga— llevaba tres días completos sin probar bocado. Comprendí su extrema delgadez, lo demacrado de sus facciones y lo deslucido de su cabellera, en otros tiempos seguramente preciosa y llena de vida. Una melena dorada, perfecta y envidiable.

—Pero ¡te vas a poner enferma! —estallé. Isabella enrojeció de pura vergüenza y yo, de nuevo, sentí haberme excedido en mis comentarios.

—No podía hacer otra cosa —se excusó, la cabeza gacha y la mirada, como antes, acuosa.

—¿Te gustaría que te trajera algo de comer?

Los ojos se le iluminaron cuando volvió a mirarme.

—¿Podrías?

—¡Claro!

Aquella fue la primera vez que vi la sonrisa de tu madre. ¿Es necesario que te explique lo que, desde entonces, empecé a sentir? Cuando se dice que la valentía es solo para los locos, se tiene toda la razón del mundo.

—Entonces espera aquí, o quizá fuera —dije, señalando hacia la entrada de la cueva, por la que penetraba ya el agua del mar en pequeños torrentes espumosos—. Está subiendo la marea y la caverna se llenará de agua.

Salimos juntas al exterior; el cielo se había cubierto de nubarrones, densos y aborregados. Las bandadas de gaviotas, siempre tan nutridas, chillaban sus disonantes quejas como anunciando el inminente aguacero.

—Procura no estar a la vista —aconsejé a Isabella—. A veces hay otros paseantes por esta playa, aunque cada vez menos desde que los bombarderos… —Me detuve en seco; supe que aquello hería profundamente a mi amiga y enseguida desvié la conversación—. Volveré en media hora. —Eché a andar playa arriba con rapidez. La voz de Isabella hizo que me volviese para mirarla.

—¿Cómo te llamas tú?

Yo la sonreí, mientras la contestaba:

—Flavia Haughton.

—Un placer, Flavia.

—Lo mismo digo, Isabella.

Y de esa manera conocí a tu madre, Isabella König.

No se lo digas a nadieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora