La plata y el zafiro

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En la arruinada armería, a la cual accedieron por un hueco donde alguna vez hubo una gran ventana de cristal, se encontraron con cascotes sobre antiguas mesas para exhibiciones de arcos; estanterías destruidas donde alguna vez hubo saetas; y grandes cajas de madera que estaban vacías salvo por el cristal roto que alguna vez conformó su cubierta superior, donde al parecer se guardaban armas pequeñas, como puñales y navajas.

Lyla se dispuso a explorar por debajo de los escombros que ocultaban el antiguo mostrador principal y allí encontró restos que los saqueadores que habían destruido el lugar no se habían llevado, posiblemente porque no los habían notado.

—¡Eureka! —Exclamó mientras se disponía a recoger lo que le fuera de utilidad.

Encontró una aljaba que podía portar más flechas que la suya y que notablemente estaba hecha de un mejor material. También encontró un arco más ligero, pero que estaba mejor construido, y, para su suerte, flechas de una mejor calidad, las cuales tenían un astil más robusto, plumas más largas y mejor puestas y una punta más fina, pero de cuchilla notablemente más afilada. Lo último que encontró de utilidad fueron unas navajas. Escogió dos y las colocó dentro de sus botas.

—Toma —le lanzó una navaja a Grey—, esto te podría servir en algún momento.

—¿Para qué? —Grey miró la navaja con desdén—. Yo ya tengo una catana.

—Una cuchilla de más no te hará daño —aclaró Lyla mientras se encogía de hombros y entonces Grey asintió. Luego se colocó la navaja dentro de una de sus botas.

Siguieron buscando durante un buen rato con las esperanzas de encontrar algo más que les pudiera servir, pero nada más había allí, y a la sección trasera no podían acceder debido a la pila de cascotes que había delante de la puerta que daba al otro lugar.

Puesto a que se sentían seguros ahí adentro, decidieron sentarse un rato sobre los restos del antiguo mostrador principal. Grey sacó dos manzanas blancas y le pasó una a Lyla. La pelinegra de ojos de zafiro mostró su aprecio y el esbozo de una sonrisa, pero no muy amplia; no acostumbraba a sonreír ampliamente. La media sonrisa fue suficiente para Grey, quien al verla emitió un brillo en los ojos que los hizo parecer plata pulida.

—Están frescas —dijo Lyla mientras mordía la manzana—. Estas deben tener menos de tres semanas de haber sido recogidas. ¿Dónde las conseguiste?

—Mi madre las compró —respondió en un tono melancólico mientras miraba con mohína su manzana—. Había ahorrado un largo tiempo para comprar muchas de estas, sabía que me gustan mucho y planeaba que fuésemos de excursión al menos un mes a las montañas del sur.

Lyla calló, no quería seguir recordándole a su madre.

—Tú vives en el paraíso —continuó Grey tras el momento de silencio—, puedes comer manzanas blancas cuando quieras.

—No exactamente. Ya me cansé de las manzanas blancas. Comer tanto un alimento que se come tan rápido y te quita la necesidad de masticar otra cosa durante todo el día no es tanto el paraíso como piensas.

Siguió otro rato de silencio mientras terminaban sus manzanas. Luego Lyla quiso saciar su curiosidad.

—¿De dónde conseguiste esa espada? —Preguntó señalando la catana—. Hasta donde sé, son muy escasas y solo en el norte son creadas para sus guerreros importantes, y no las comercian.

—Me la dio mi padre —respondió Grey mientras desenvainaba su maravillosa espada y la posaba sobre sus manos extendidas—. Me contó que estuvo en el norte durante un tiempo y aprendió muchas cosas allí. Ellos se la crearon.

Ciudad Sagrada - Entre Blanco y GrisWhere stories live. Discover now