I: Robarle a un dragón (primera parte)

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Mientras corría por las calles desiertas de la ciudad pegándose a las paredes, evitando la luz de la luna, Cayn luchaba contra los malos presentimientos que le ahogaban el corazón.

Porque el chico no iba a robar unas manzanas al frutero, ni unas sardinas a los pescadores, ni siquiera unos lingotes de oro recién traídos por los mercaderes desde las tierras isias. No, iba a robar algo de un valor inestimable, cuya desaparición le convertiría en el blanco de la guardia condal y la de la ciudad, e incluso de sus propios compañeros ladrones.

Iba a robar un huevo de dragón. <<Y voy a conseguirlo... espero.>>

Le había costado lo suyo encontrar una manera de introducirse en la gran mansión del conde. Tras varios días vigilando encaramado al tejado de la lujosa sastrería cercana y colándose por las noches en el jardín repleto de perros guardianes, acabó por echarse en cara su poco valor y decidir que ya era hora de dar el golpe.

Un viejo ladrón que había trabajado como sirviente del conde le había trazado el plano de la casa en el suelo de tierra de la chabola en que se reunía el gremio.

—Y si te topas con el amo, le rebanas el pescuezo y le dices que se lo tendría que haber pensado dos veces antes de despedir al pobre Orvin. —Se calló unos momentos y se frotó la barbilla, pensativo—. Pero no lo hagas en ese orden, claro.

Cayn había pasado más de una hora memorizando el mapa hasta que pudo dibujarlo con los ojos cerrados. Ahora, mientras la recia figura de la mansión se hacía cada vez más grande, repasó mentalmente el plano una y otra vez.

Trepó el muro de la casa y aterrizó sobre la hierba repleta de rocío del jardín. No había ningún perro a la vista. Corrió agachado hasta la ventana que había estropeado la noche anterior para que no cerrase del todo y se coló por ella.

La escasa luz de luna se reflejó en el armario de madera barnizada de la habitación sin ocupante, hizo relucir el polvo de la descolorida alfombra, se entretejió con la seda del dosel de la cama y le dio el aspecto de la sábana de un fantasma.

<<Hasta el momento, todo marcha perfectamente. Ahora pasemos a la siguiente fase>>, se dijo Cayn, mordiéndose el labio. Rebuscó en un bolsillito interior de su capa y sacó un par de ganzúas. Trajinó con ellas unos segundos hasta que oyó el inconfundible clic. La manilla de la puerta rechinó al empujarla, pero no opuso resistencia.

El chico trotó de puntillas por el interminable pasillo. Aunque la espesa alfombra acallaba sus pisadas, la madera crujía bajo sus zapatos de cuero rajado liberando el calor acumulado durante el día. En la oscuridad, retratos de señores gordos vestidos de sedas y pieles le miraban por encima del hombro.

<<A ver... Abajo y a la derecha. Y más abajo, y todavía más...>> El corredor se convirtió en una escalera que se adentraba cada vez más en la oscuridad del subsuelo. Parecía que estuviese andando por la garganta de un monstruo. Al menos olía igual de mal.

Cayn vació su mente y pintó en ella los símbolos arcanos que hacían falta para crear con magia una pequeña bola de luz. Abrió la mano y un tímido resplandor, como el de una luciérnaga embotellada, empezó a tomar forma sobre la palma, creciendo hasta alcanzar el tamaño de una naranja.

<<¿Pero cuánto más tendré que bajar? Si me caigo aquí, tal vez ruede y ruede hasta acabar a las puertas del mismo infierno.>> Por fin la luz del fuego chocó contra algo metálico y destelló como un faro. Al final de las escaleras había una puerta de metal verdoso a cuyos lados reposaban dos armaduras con alabardas entre las manos.

El ladrón de dragonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora