I: Robarle a un dragón (segunda parte)

817 56 8
                                    

—¡Al ladrón! —Oyó Cayn tras de sí—. ¡Que se escapa!

<<Ay dioses, ay dioses.>> El chico subía los escalones de dos en dos apretando el huevo contra su pecho. 

El traqueteo de las armaduras le pisaba los talones. De pronto un ruido como el de un fuelle colosal llenó el corredor, y luego las paredes se encendieron de ámbar y escarlata. La llamarada no llegó a tocarle, pero el calor le abrasó la espalda incluso a través de la ropa.

A partir de entonces solo se escucharon los chillidos de la dragona cada vez más fuertes, más cercanos.

Cayn alcanzó la salida de las escaleras entre jadeos solo para toparse con una semicircunferencia de puntas de lanza enfiladas hacia su pecho. Les dedicó una sonrisa trémula a los guardias y se apartó de un salto justo cuando la dragona emergía de las escaleras, tumbando a los hombres como bolos.

El chico galopó hacia el ventanal de la sala. La dragona salió disparada detrás de él. Abrió la boca, el fuego empezó a prender en el fondo de su garganta... pero antes de que pudiese achicharrar a su presa una cadena le cerró de golpe las mandíbulas.

Cayn brincó y se hizo una bola para atravesar los cristales. Ya no quedaban perros en el jardín. Mientras corría en dirección al muro volvió la cabeza hacia la escena que dejaba atrás.

Los soldados habían conseguido someter a la dragona con cadenas, pero ella se revolvía tratando de escapar. Un par de hombres perseguían a Cayn y tras la ventana rota otro tensaba un arco apuntado hacia él.

Un anciano que vestía un camisón bordado apareció dando voces en el interior de la mansión. Trotó hasta los guardias y le pegó una colleja al primero que pilló.

—¡Inútiles! —Le arrancó la cadena de la mano—. ¡Soltadla y que vaya a atraparlo! ¿O creéis que sois mejores cazando que un dragón?

Cayn volvió la vista al frente y aceleró tanto como le permitieron sus cortas piernas. A su espalda la dragona levantó el vuelo entre rugidos y entrechocar de eslabones. Segundos después el chico oyó un chisporroteo y se arrojó a un lado, esquivando por los pelos el fogonazo. Rodó por la hierba para evitar una sacudida de la cola de la dragona y se levantó tambaleante.

La bestia cargó en picado contra él. Cayn tensó los músculos, esperó hasta el último momento y se agachó. La dragona pasó de largo y se vio forzada a clavar las garras en la tierra para no estrellarse contra el muro. Para cuando quiso volverse, Cayn ya había saltado sobre sus hombros y cruzado las pies por debajo de su cuello. El chico atrapó la cadena que los guardias habían atado tras la cabeza del animal y tiró hacia atrás.

La dragona trató de corcovear, pero la posición en que el chico le mantenía el cuello le impedía arquear el lomo. Aunque agitó la testa como un caballo enloquecido, Cayn siguió agarrado a la improvisada rienda. El roce del metal le abrasaba las manos y las sacudidas de su montura le hacían dar botes.

La bestia se lanzó de espaldas contra la tapia. Cayn tiró hacia un lado para girarle el cuello y la dragona se dio de bruces con la roca. Profiriendo un bramido salvaje, desplegó las alas traslúcidas y se impulsó hacia el cielo.

Entonces, con la ciudad de Cienpuntas entera a sus pies, fue cuando el chico se preguntó cómo le había parecido que montar a la dragona era un fantástico plan. Sentado sobre sus hombros huesudos y escamosos, ella no alcanzaba a lanzarle mordiscos, zarpazos ni llamaradas. Eso estaba bien. Lo que no estaba bien era que no tenía ni la más remota idea de qué hacer una vez encima para librarse del condenado bicho.

La dragona plegó las alas y se abalanzó sobre el puerto. Los muelles de madera pasaban como exhalaciones bajo ellos. A tanta velocidad, la brisa marina le cortaba la piel a Cayn y le sacaba lagrimillas de los ojos. Apretó el huevo entre sus muslos y se llevó una mano a los párpados para frotárselos. 

El animal aprovechó y se puso en perpendicular al suelo mientras pasaban junto al mástil de una galera, pero Cayn se agachó a tiempo y después tiró de la cabeza astada hacia arriba. La dragona tuvo que reequilibrarse entre torpes aleteos. El chico la obligó a ganar altura y siguió cambiándole la posición del cuello para mantenerla ocupada, que no le diera tiempo a pensar en cómo deshacerse de él.

Las murallas del centro de la ciudad quedaron atrás. Sobrevolaron las casuchas de los arrabales sin dejar de forcejear. Desde abajo les llegaban exclamaciones de sorpresa y chillidos infantiles; la gente se había asomado a ver el espectáculo que estaban montando, desvelados por los rugidos y bramidos.

No muy lejos, las olas del mar lamían la playa en un suave vaivén. Su sonido espumoso se filtraba entre el pitido de la sangre en los oídos de Cayn. Recordaba un cuento en el que un mago empapaba de agua a un dragón salvaje para que no pudiera escupir fuego, y de pequeño había visto cómo los niños mayores tiraban palomas al puerto y estas se ahogaban por no poder remontar el vuelo con las alas mojadas.

Viró hacia la bahía. La bestia se resistió, zarandeando el cuello y la cola con violencia, pero Cayn oprimió la cadena con más saña y echó la espalda hacia atrás para tirar con todo su peso. Dobló tanto el cuello del animal que este se tocaba el pecho con el hocico.

La dragona gruñó y comenzó dar aletadas a destiempo; su sombra se deslizaba a una velocidad vertiginosa sobre la negrura del mar. Perdían altura a pasos agigantados. Los acantilados se acercaban más y más, cerniéndose sobre ellos como las fauces de un enorme monstruo. Llegó un momento en que Cayn tenía que echar la cabeza atrás para poder ver la cima. Las olas batían y se desgarraban contra los colmillos de roca que se alzaban en la base del risco.

El chico aprisionó el huevo en una mano, soltó la cadena y se dejó caer. La dragona trató de frenar colocándose en vertical y extendiendo las alas. Cayn cerró los ojos y su mente dibujó más de una docena de símbolos mágicos en apenas unos segundos. Primero el comando: crear. Después el elemento: origen de fuerza. Entonces varias especificaciones sobre posición, sentido y todos esos aspectos técnicos que no entendía muy bien. Y por último la fuente de energía: olas rompientes.

Mientras se precipitaba hacia el agua, llevó el brazo hacia atrás con dificultad y después empujó adelante con la palma de la mano. El movimiento dio vida al hechizo. Una onda de fuerza salió disparada de la extremidad del chico y estampó a la dragona contra el acantilado.

El frío del mar recibió a Cayn entre una explosión de burbujas. Había canalizado mucha energía y ahora sentía su propio cuerpo lejano, ajeno. Hizo un esfuerzo sobrehumano por patalear para salir a flote. Al principio los pies no le respondieron más que con un ligero temblor, pero poco a poco fue ganando movilidad y después de unos segundos consiguió incluso dar brazadas.

Emergió boqueando en busca de aire y se sacudió el pelo que se le había quedado pegado a la cara. La dragona yacía desparramada entre las rocas; las olas mordían su figura, roja oscura a la luz de la luna menguante. Una de sus alas colgaba más caída, retorcida en un ángulo deforme, y la membrana de la otra había sido atravesada por tres agujas de piedra. La respiración todavía le inflaba el pecho: estaba viva, aunque destrozada.

Cayn notó el pinchazo del llanto en los ojos. No sabía si eran lágrimas de alivio, de dolor o de miseria por saberse culpable de esa escena tan atroz. Supuso que era una mezcla de todo ello y mucho más.

Se impulsó hacia la orilla usando el brazo libre. La corriente tiraba de él con fuerza, pero Cayn había crecido en el puerto y los marineros le habían enseñado a nadar cuando era muy pequeño.

Cuando salió del agua, el viento nocturno le envolvió haciendo que se le pusiese la piel de gallina. Estaba calado hasta los huesos. La nariz le moqueaba, la capa empapada le pesaba como un yugo sobre los hombros, las botas hacían un ruido de vacío a cada paso que daba. Se estrujó el pelo y retorció la capa para escurrirlos, y echó a correr por el bosque cercano.

Corrió hasta que se le nubló la vista y las piernas se le aterieron, hasta que se le rompieron los zapatos y los pies le sangraron. Entonces se derrumbó entre unos matorrales, se llevó las rodillas al pecho y apretó el huevo de dragón contra sí. 

El ladrón de dragonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora