Tortas de Navidad
I. Enero
INGREDIENTES:
1 lata de sardinas
½ chorizo
1 cebolla
orégano
1 lata de chiles serranos
10 teleras
Manera de hacerse:
La cebolla tiene que estar finamente picada. Les sugiero ponerse un pequeño trozo de
cebolla en la mollera con el fin de evitar el molesto lagrimeo que se produce cuando uno la
está cortando. Lo malo de llorar cuando uno pica cebolla no es el simple hecho de llorar, sino
que a veces uno empieza, como quien dice, se pica, y ya no puede parar. No sé si a ustedes
les ha pasado pero a mí la mera verdad sí. Infinidad de veces. Mamá decía que era porque yo
soy igual de sensible a la cebolla que Tita, mi tía abuela.
Dicen que Tita era tan sensible que desde que estaba en el vientre de mi bisabuela lloraba
y lloraba cuando ésta picaba cebolla; su llanto era tan fuerte que Nacha, la cocinera de la
casa, que era medio sorda, lo escuchaba sin esforzarse. Un día los sollozos fueron tan fuertes
que provocaron que el parto se adelantara. Y sin que mi bisabuela pudiera decir ni pío, Tita
arribó a este mundo prematuramente, sobre la mesa de la cocina, entre los olores de una
sopa de fideos que estaba cocinando, los del tomillo, el laurel, el cilantro, el de la leche
hervida, el de los ajos y, por supuesto, el de la cebolla. Como se imaginarán, la consabida
nalgada no fue necesaria, pues Tita nació llorando de antemano, tal vez porque ella sabía
que su oráculo determinaba que en esta vida le estaba negado el matrimonio. Contaba Nacha
que Tita fue literalmente empujada a este mundo por un torrente impresionante de lágrimas
que se desbordaron sobre la mesa y el piso de la cocina.
En la tarde, ya cuando el susto había pasado y el agua, gracias al efecto de los rayos del
sol, se había evaporado, Nacha barrió el residuo de las lágrimas que había quedado sobre la
loseta roja que cubría el piso: Con esta sal rellenó un costal de cinco kilos que utilizaron para
cocinar bastante tiempo. Este inusitado nacimiento determinó el hecho de que Tita sintiera
un inmenso amor por la cocina y que la mayor parte de su vida la pasara en ella,
prácticamente desde que nació, pues cuando contaba con dos días de edad, su padre, o sea
mi bisabuelo, murió de un infarto. A Mamá Elena, de la impresión, se le fue la leche. Como
en esos tiempos no había leche en polvo ni nada que se le pareciera, y no pudieron conseguir
nodriza por ningún lado, se vieron en un verdadero lío para calmar el hambre de la niña.
Nacha, que se las sabía de todas todas respecto a la cocina -y muchas otras cosas que ahora
no vienen al caso- se ofreció a hacerse cargo de la alimentación de Tita. Ella se consideraba la más capacitada para «formarle el estómago a la inocente criaturita», a pesar de que nunca
se casó ni tuvo hijos. Ni siquiera sabía leer ni escribir, pero eso sí sobre cocina tenia tan
profundos conocimientos como la que más. Mamá Elena aceptó con agrado la sugerencia,
pues bastante tenla ya con la tristeza y la enorme responsabilidad de manejar correctamente
el rancho, para así poderle dar a sus hijos la alimentación y educación que se merecían,
como para encima tener que preocuparse por nutrir debidamente a la recién nacida.
Por tanto, desde ese día, Tita se mudó a la cocina y entre atoles y tés creció de lo más sana
y rozagante. Es de explicarse entonces el que se le haya desarrollado un sexto sentido en
todo lo que a comida se refiere. Por ejemplo, sus hábitos alimenticios estaban condicionados
al horario de la cocina: cuando en la mañana Tita olía que los frijoles ya estaban cocidos, o
cuando a mediodía sentía que el agua ya estaba lista para desplumar a las gallinas, o cuando
en la tarde se horneaba el pan para la cena, ella sabia que había llegado la hora de pedir sus
alimentos.
Algunas veces lloraba de balde, como cuando Nacha picaba cebolla, pero como las dos
sabían la razón de estas lágrimas, no se tomaban en serio. Inclusive se convertían en motivo
de diversión, a tal grado que durante la niñez Tita no diferenciaba bien las lágrimas de la risa
de las del llanto. Para ella reír era una manera de llorar.
De igual forma confundía el gozo de vivir con el de comer. No era fácil para una persona
que conoció la vida a través de la cocina entender el mundo exterior. Ese gigantesco mundo
que empezaba de la puerta de la cocina hacia el interior de la casa, porque el que colindaba
con la puerta trasera de la cocina y que daba al patio, a la huerta, a la hortaliza, sí le
pertenecía por completo, lo dominaba. Todo lo contrario de sus hermanas, a quienes este
mundo les atemorizaba y encontraban lleno de peligros incógnitos. Les parecían absurdos y
arriesgados los juegos dentro de la cocina, sin embargo un día Tita las convenció de que era
un espectáculo asombroso el ver cómo bailaban las gotas de agua al caer sobre el comal bien
caliente.
Pero mientras Tita cantaba y sacudía rítmicamente sus manos mojadas para que las gotas
de agua se precipitaran sobre el comal y «danzaran», Rosaura permanecía en un rincón,
pasmada por lo que observaba. En cambio Gertrudis, como en todo aquello donde
interviniera el ritmo, el movimiento o la música, se vio fuertemente atraída hacia el juego y se
integró con entusiasmo. Entonces a Rosaura no le quedó otra que tratar de hacer lo propio,
pero como casi no se mojó las manos y lo hacía con tanto miedo, no logró el efecto deseado.
Tita entonces trató de ayudarla acercándole las manos al comal. Rosaura se resistió y esta
lucha no paró hasta que Tita, muy enojada, le soltó las manos y éstas, por inercia, cayeron
sobre el ardiente comal. Además de ganarse una soberana paliza, Tita quedó privada de jugar
con sus hermanas dentro de su mundo. Entonces Nacha se convirtió en su compañera de
diversión. Juntas se dedicaban a inventar juegos y actividades siempre en relación con la
cocina. Como el día en que vieron en la plaza del pueblo a un señor que formaba figuras de
animales con globos alargados y se les ocurrió repetir el mecanismo pero utilizando trozos de
chorizo. Armaron no sólo animales conocidos sino que además inventaron algunos con cuello
de cisne, patas de perro y cola de caballo, por citar sólo algunos.
El problema surgía cuando tenían que deshacerlos para freír el chorizo. La mayoría de las
veces Tita se negaba. La única manera en que accedía voluntariamente a hacerlo era cuando
se trataba de elaborar las tortas de Navidad, pues le encantaban. Entonces no sólo permitía
que se desbaratara a uno de sus animales, sino que alegremente observaba cómo se freía.
Hay que tener cuidado de freír el chorizo para las tortas a fuego muy lento, para que de
esta manera quede bien cocido, pero sin dorarse excesivamente. En cuanto está listo se
retira del fuego y se le incorporan las sardinas, a las que con anterioridad se las ha
despojado del esqueleto. Es necesario, también, rasparles con un cuchillo las manchas
negras que tienen sobre la piel. Junto con las sardinas se mezclan la cebolla, los chiles
picados y el orégano molido. Se deja reposar la preparación, antes de rellenar las tortas.
Tita gozaba enormemente este paso, ya que mientras reposa el relleno es muy agradable
gozar del olor que despide, pues los olores tienen la característica de reproducir tiempos
pasados junto con sonidos y olores nunca igualados en el presente. A Tita le gustaba hacer
una gran inhalación y viajar junto con el humo y el olor-tan peculiar que percibía hacia los
recovecos de su memoria.
Vanamente trataba de evocar la primera vez que olió una de esas tortas, sin resultados,
porque tal vez fue antes de que naciera. Quizá la rara combinación de las sardinas con el
chorizo llamó tanto su atención que la hizo decidirse a renunciar a la paz del éter, escoger el
vientre de Mamá Elena para que fuera su madre y de esta manera ingresar en la familia De
la Garza, que comía tan deliciosamente y que preparaba un chorizo tan especial.
En el rancho de Mamá Elena la preparación del chorizo era todo un rito. Con un día de
anticipación se tenían que empezar a pelar ajos, limpiar chiles y a moler especias. Todas las
mujeres de la familia tenían que participar: Mamá Elena, sus hijas Gertrudis, Rosaura y Tita,
Nacha la cocinera y Chencha la sirvienta. Se sentaban por las tardes en la mesa del comedor
y entre pláticas y bromas el tiempo se iba volando hasta que empezaba a oscurecer.
Entonces Mamá Elena decía:
-Por hoy ya terminamos con esto.
Dicen que al buen entendedor pocas palabras, así que después de escuchar esta frase
todas sabían qué era lo que tenían que hacer. Primero recogían la mesa y después se
repartían las labores: una metía a las gallinas, otra sacaba agua del pozo y la dejaba lista
para utilizarla en el desayuno, y otra se encargaba de la leña para la estufa. Ese día ni se
planchaba ni se bordaba ni se cosía ropa. Después todas se iban a sus recámaras a leer,
rezar y dormir. Una de estas tardes, antes de que Mamá Elena dijera que ya se podían
levantar de la mesa, Tita, que entonces contaba con quince años, le anunció con voz
temblorosa que Pedro Muzquiz quería venir a hablar con ella...
-¿Y de qué me tiene que venir a hablar ese señor?
Dijo Mamá Elena luego de un silencio interminable que encogió el alma de Tita.
Con voz apenas perceptible Tita respondió:
-Yo no sé.
Mamá Elena le lanzó una mirada que para Tita encerraba todos los años de represión que
habían flotado sobre la familia y dijo:
-Pues más vale que le informes que si es para pedir tu mano, no lo haga. Perdería su
tiempo y me haría perder el mío. Sabes muy bien que por ser la más chica de las mujeres a ti
te corresponde cuidarme hasta el día de mi muerte.
Dicho esto, Mamá Elena se puso lentamente de pie, guardó sus lentes dentro del delantal
y a manera de orden final repitió:
-¡Por hoy, hemos terminado con esto!
Tita sabía que dentro de las normas de comunicación de la casa no estaba incluido el
diálogo, pero aun así, por primera vez en su vida intentó protestar a un mandato de su
madre.
-Pero es que yo opino que...
-¡Tú no opinas nada y se acabó! Nunca, por generaciones, nadie en mi familia ha
protestado ante esta costumbre y no va a ser una de mis hijas quien lo haga.
Tita bajó la cabeza y con la misma fuerza con que sus lágrimas cayeron sobre la mesa, así
cayó sobre ella su destino. Y desde ese momento supieron ella y la mesa que no podían
modificar ni tantito la dirección de estas fuerzas desconocidas que las obligaban, a la una, a
compartir con Tita su sino, recibiendo sus amargas lágrimas desde el momento en que nació,
y a la otra a asumir esta absurda determinación.
Sin embargo, Tita no estaba conforme. Una gran cantidad de dudas e inquietudes acudían
a su mente. Por ejemplo, le agradaría tener conocimiento de quién había iniciado esta
tradición familiar. Sería bueno hacerle saber a esta ingeniosa persona que en su perfecto
plan para asegurar la vejez de las mujeres había una ligera falla. Si Tita no podía casarse ni
tener hijos, ¿quién la cuidaría entonces al llegar a la senectud? ¿Cuál era la solución
acertada en estos casos? ¿O es que no se esperaba que las hijas que se quedaban a cuidar a
sus madres sobrevivieran mucho tiempo después del fallecimiento de sus progenitoras? ¿Y
dónde se quedaban las mujeres que se casaban y no podían tener hijos, quién se encargaría
de atenderlas? Es más, quería saber, ¿cuáles fueron las investigaciones que se llevaron a
cabo para concluir que la hija menor era la más indicada para velar por su madre y no la hija
mayor? ¿Se había tomado alguna vez en cuenta la opinión de las hijas afectadas? ¿Le estaba
permitido al menos, si es que no se podía casar, conocer el amor? ¿O ni siquiera eso?
Tita sabía muy bien que todos estos interrogantes tenían que pasar irremediablemente a
formar parte del archivo de preguntas sin respuesta. En la familia De la Garza se obedecía y
punto. Mamá Elena, ignorándola por completo, salió muy enojada de la cocina y por una
semana no le dirigió la palabra.
La reanudación de esta semicomunicación se originó cuando, al revisar los vestidos que
cada una de las mujeres había estado cosiendo, Mamá Elena descubrió que aun cuando el
confeccionado por Tita era el más perfecto, no lo había hilvanado antes de coserlo.
-Te felicito -le dijo-, las puntadas son perfectas, pero no lo hilvanaste, ¿verdad?
-No -respondió Tita, asombrada de que le hubiera levantado la ley del silencio.
-Entonces lo vas a tener que deshacer. Lo hilvanas, lo coses nuevamente y después vienes
a que te lo revise. Para que recuerdes que el flojo y el mezquino andan doble su camino.
-Pero eso es cuando uno se equivoca y usted misma dijo hace un momento que el mío
era...
-¿Vamos a empezar otra vez con la rebeldía? Ya bastante tenías con la de haberte atrevido
a coser rompiendo las reglas.
-Perdóname, mami. No lo vuelvo a hacer.
Tita logró con estas palabras calmar el enojo de Mamá Elena. Había puesto mucho
cuidado al pronunciar el «mami» en el momento y con el tono adecuado. Mamá Elena
opinaba que la palabra «mamá» sonaba despectiva, así que obligó a sus hijas desde niñas a
utilizar la palabra «mami» cuando se dirigieran a ella. La única, que se resistía o que
pronunciaba la palabra con un tono inadecuado era Tita, motivo por el cual había recibido
infinidad de bofetadas. ¡Pero qué bien lo había hecho en ese momento! Mamá Elena se sentía
reconfortada con el pensamiento de que tal vez ya estaba logrando doblegar el carácter de la
más pequeña de sus hijas. Pero desgraciadamente albergó esta esperanza por muy poco
tiempo, pues al día siguiente se presentó en casa Pedro Muzquiz acompañado de su señor
padre con la intención de pedir la mano de Tita. Su presencia en la casa causó gran
desconcierto. No esperaban su visita. Días antes, Tita le había mandado a Pedro un recado
con el hermano de Nacha pidiéndole que desistiera de sus propósitos. Aquél juró que se lo
había entregado a don Pedro, pero el caso es que ellos se presentaron en la casa. Mamá
Elena los recibió en la sala, se comportó muy amable y les explicó la razón por la que Tita no
se podía casar.
-Claro, que si lo que les interesa es que Pedro se case, pongo a su consideración a mi hija
Rosaura, sólo dos años mayor que Tita, pero está plenamente disponible y preparada para el
matrimonio...
Al escuchar estas palabras, Chencha por poco tira encima de Mamá Elena la charola con
café y galletas que había llevado a la sala para agasajar a don Pascual y a su hijo.
Disculpándose, se retiró apresuradamente hacia la cocina, donde la estaban esperando Tita,
Rosaura y Gertrudis para que les diera un informe detallado de lo que acontecía en la sala.
Entró atropelladamente y todas suspendieron de inmediato sus labores para no perderse una
sola de sus palabras.
Se encontraban ahí reunidas con el propósito de preparar tortas de Navidad. Como su
nombre lo indica, estas tortas se elaboran durante la época navideña, pero en está ocasión
las estaban haciendo para festejar el cumpleaños de Tita. El 30 de septiembre cumpliría 16
años y quería celebrarlos comiendo uno de sus platillos favoritos.
-¿Ay sí, no? ¡Su ‘amá habla d'estar preparada para el matrimoño, como si juera un plato
de enchiladas! ¡Y ni ansina, porque pos no es lo mismo que lo mesmo! ¡Uno no puede
cambiar unos tacos por unas enchiladas así como así!
Chencha no paraba de hacer este tipo de comentarios mientras les narraba, a su manera,
claro, la escena que acababa de presenciar. Tita conocía lo exagerada y mentirosa que podía
ser Chencha, por lo que no dejó que la angustia se apoderara de ella. Se negaba a aceptar
como cierto lo que acababa de escuchar. Fingiendo serenidad, siguió partiendo las teleras,
para que sus hermanas y Nacha se encargaran de rellenarlas.
De preferencia las teleras deben ser horneadas en casa. Pero si no se puede, lo más
conveniente es encargar en la panadería unas teleras pequeñas, pues las grandes no
funcionan adecuadamente para esta receta. Después de rellenarlas se meten diez minutos al
horno y se sirven calientes. Lo ideal es dejarlas al sereno toda una noche envueltas en una
tela, para que el pan se impregne con la grasa del chorizo.
Cuando lita estaba acabando de envolver las tortas que comerían al día siguiente, entró en
la cocina Mamá Elena para informarles que había aceptado que Pedro se casara, pero con
Rosaura.
Al escuchar la confirmación de la noticia, Tita sintió como si el invierno le hubiera entrado
al cuerpo de golpe y porrazo: era tal el frío y tan seco que le quemó las mejillas y se las puso
rojas, rojas, como el color de las manzanas que tenía frente a ella. Este frío sobrecogedor la
habría de acompañar por mucho tiempo sin que nada lo pudiera atenuar, ni tan siquiera
cuando Nacha le contó lo que había escuchado cuando acompañaba a don Pascual Muzquiz
y a su hijo hasta la entrada del rancho. Nacha caminaba por delante entre padre e hijo. Don
Pascual y Pedro caminaban lentamente y hablaban en voz baja, reprimida por el enojo.
-¿Por qué hiciste esto Pedro? Quedamos en ridículo aceptando la boda con Rosaura.
¿Dónde quedó pues el amor que le juraste a Tita? ¿Qué no tienes palabra?
-Claro que la tengo, pero si a usted le negaran de una manera rotunda casarse con la
mujer que ama y la única salida que le dejaran para estar cerca de ella fuera la de casarse
con la hermana, ¿no tomaría la misma decisión que yo?
Nacha no alcanzó a escuchar la respuesta porque el Pulque, el perro del rancho, salió
corriendo, ladrándole a un conejo al que confundió con un gato.
-Entonces, ¿te vas a casar sin sentir amor?
-No, papá, me caso sintiendo un inmenso e imperecedero amor por Tita.
Las voces se hacían cada vez menos perceptibles pues eran apagadas por el ruido que
hacían los zapatos al pisar las hojas secas. Fue extraño que Nacha, que para entonces estaba
más sorda, dijera haber escuchado la conversación. Tita igual le agradeció que se lo hubiera
contado, pero esto no modificó la actitud de frío respeto que desde entonces tomó para con
Pedro. Dicen que el sordo no oye, pero compone. Tal vez Nacha sólo escuchó las palabras que
todos callaron. Esa noche fue imposible que Tita conciliara el sueño; no sabía explicar lo que
sentía. Lástima que en aquella época no se hubieran descubierto los hoyos negros en el
espacio, porque entonces le hubiera sido muy fácil comprender que sentía un hoyo negro en
medio del pecho, por donde se le colaba un frío infinito.
Cada vez que cerraba los ojos podía revivir muy claramente las escenas de aquella noche
de Navidad, un año atrás, en que Pedro y su familia habían sido invitados por primera vez a cenar a su casa, y el frío se le agudizaba. A pesar del tiempo transcurrido, ella podía recordar
perfectamente los sonidos, los olores, el roce de su vestido nuevo sobre el piso recién
encerado; la mirada de Pedro sobre sus hombros... ¡Esa mirada! Ella caminaba hacia la mesa
llevando una charola con dulces de yemas de huevo cuando la sintió, ardiente, quemándole
la piel. Giró la cabeza y sus ojos se encontraron con los de Pedro. En ese momento
comprendió perfectamente lo que debe sentir la masa de un buñuelo al entrar en contacto
con el aceite hirviendo. Era tan real la sensación de calor que invadía todo su cuerpo que
ante el temor de que, como a un buñuelo, le empezaran a brotar burbujas por todo el cuerpo
-la cara, el vientre, el corazón, los senos- Tita no pudo sostenerle esa mirada y bajando la
vista cruzó rápidamente el salón hasta el extremo opuesto, donde Gertrudis pedaleaba en la
pianola el vals Ojos de juventud. Depositó la charola sobre una mesita de centro, tomó
distraídamente una copa de licor de Noyó que encontró en su camino y se sentó junto a
Paquita Lobo, vecina del rancho. El poner distancia entre Pedro y ella de nada le sirvió;
sentía la sangre correr abrasadoramente por sus venas. Un intenso rubor le cubrió las
mejillas y por más esfuerzos que hizo no pudo encontrar un lugar donde posar su mirada.
Paquita notó que algo raro le pasaba y mostrando gran preocupación la interrogó:
-Qué rico está el licorcito, ¿verdad?
-¿Mande usted?
-Te veo muy distraída Tita, ¿te sientes bien?
-Sí, muchas gracias.
-Ya tienes edad suficiente como para tomar un poco de licor en ocasiones especiales,
pilluela, pero dime, ¿cuentas con la autorización de tu mamá para hacerlo? Porque te noto
agitada y temblorosa -y añadió lastimeramente-, mejor ya no tomes, no vayas a dar un
espectáculo.
¡Nada más eso le faltaba! Que Paquita Lobo pensara que estaba borracha. No podía
permitir que le quedara la menor duda, o se exponía a que fuera a llevarle el chisme a su
mamá. El terror a su madre la hizo olvidarse por un momento de la presencia de Pedro y
trató por todos los medios de convencer a Paquita de la lucidez de su pensamiento y de su
agilidad mental. Platicó con ella de algunos chismes y bagatelas. Inclusive le proporcionó la
receta del Noyó, que tanto la inquietaba. Este licor se fabrica poniendo cuatro onzas de
almendras de albérchigo y media libra de almendras de albaricoque en una azumbre de
agua, por veinticuatro horas, para que aflojen la piel; luego se pelan, se quebrantan y se
ponen en infusión en dos azumbres de agua ardiente, por quince días. Después se procede a
la destilación. Cuando se han desleído perfectamente dos libras y media de azúcar
quebrantada en el agua, se le añaden cuatro onzas de flor de naranja, se forma la mezcla y
se filtra. Y para que no quedara ninguna duda referente a su salud física y mental, le recordó
a Paquita, así como de refilón, que la equivalencia del azumbre es 2.016 litros, ni más ni
menos.
Así que cuando Mamá Elena se acercó a ellas para preguntarle a Paquita si estaba bien
atendida, ésta entusiasmada respondió:
-¡Estoy perfectamente! Tienes unas hijas maravillosas. ¡Y su conversación es fascinante!
Mamá Elena le ordenó a Tita que fuera a la cocina por unos bocadillos para repartir entre
todos los presentes. Pedro, que en ese momento pasaba por ahí, no por casualidad, se ofreció
a ayudarla. Tita caminaba apresuradamente hacia la cocina, sin pronunciar una sola
palabra. La cercanía de Pedro la ponía muy nerviosa. Entró y se dirigió con rapidez a tomar
una de las charolas con deliciosos bocadillos que esperaban pacientemente en la mesa de la
cocina.
Nunca olvidaría el roce accidental de sus manos cuando ambos trataron torpemente de
tomar la misma charola al mismo tiempo.
Fue entonces cuando Pedro le confesó su amor.
Señorita Tita, quisiera aprovechar la oportunidad de poder hablarle a solas para decirle
que estoy profundamente enamorado de usted. Sé que esta declaración es atrevida y
precipitada, pero es tan difícil acercársele, que tomé la decisión de hacerlo esta misma noche.
Sólo le pido que me diga si puedo aspirar a su amor.
-No sé qué responderle; deme tiempo para pensar.
-No, no podría, necesito una respuesta en este momento: el amor no se piensa, se siente o
no se siente. Yo soy hombre de pocas, pero muy firmes palabras. Le juro que tendrá mi amor
por siempre. ¿Qué hay del suyo? ¿Usted también lo siente por mí?
-¡Sí!
Sí, sí y mil veces sí. Lo amó desde esa noche para siempre. Pero ahora tenía que renunciar a
él. No era decente desear al futuro esposo de una hermana. Tenía que tratar de ahuyentarlo
de su mente de alguna manera para poder dormir. Intentó comer la torta de Navidad que
Nacha le había dejado sobre su buró, junto con un vaso de leche. En muchas otras ocasiones
le había dado excelentes resultados. Nacha, con su gran experiencia, sabía que para Tita no
había pena alguna que no lograra desaparecer mientras comía una deliciosa torta de
Navidad. Pero no en esta ocasión. El vacío que sentía en el estómago no se alivió. Por el
contrario, una sensación de náusea la invadió. Descubrió que el hueco no era de hambre;
más bien se trataba de una álgida sensación dolorosa. Era necesario deshacerse de este
molesto frío. Como primera medida se cubrió con una pesada cobija y ropa de lana. El frío
permanecía inamovible. Entonces se puso zapatos de estambre y otras dos cobijas. Nada. Por
último, sacó de su costurero una colcha que había empezado a tejer el día en que Pedro le
habló de matrimonio. Una colcha como ésta, tejida a gancho, se termina aproximadamente
en un año. Justo el tiempo que Pedro y Tita habían pensado dejar pasar antes de contraer
nupcias. Decidió darle utilidad al estambre en lugar de desperdiciarlo y rabiosamente tejió y
lloró y tejió, hasta que en la madrugada terminó la colcha y se la echó encima. De nada
sirvió. Ni esa noche ni muchas otras mientras vivió logró controlar el frío.
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Como agua para chocolate
RomanceLaura Esquivel (México, 1950), guionista cinematográfica, se introdujo en la literatura con notable éxito con la novela Como agua para chocolate (1989), a la que siguió La ley del amor (1995), presentada como «la primera novela multimedia de la...