Lluvia de primavera con fragancia a invierno. Lo recuerdo con días tristes, no yo, sino ellos; el desagrado que me tenían aquellas tardes era impresionante. La lluvia incesante que pintaba la ventana con gotitas ásperas, libres de culpa y responsabilidades.
Asomada al ventanal humedo presente en el comedor, admiraba el paisaje del mundo exterior; el deterioro de las viviendas -viejas y llenas de recuerdos-, los arboles con hojas nuevas y grandes ramas, las valdosas desperdigadas, el cruce de autos oscuros y otros pocos coloridos a más no poder, la pintura en las paredes y las gotitas de colores que cayeron salpicando el piso, el cielo gris, cubierto de nubes oscuras propias de una catástrofe; la calle medió inundada por el chaparron al cual se veía sometida.
Debía admirto, ser poeta es un amplío trabajo.
Decidí alejarme de la ventana cuando escuché el sonido del teléfono sonar, con la cabeza aun puesta en la falta de imaginación a mi alrededor, caminé hasta tomarlo.
Contesté el llamado sin una pisca de simpatía. Enojada y abatida escuché el mensaje de la grabadora publicitaria. Quizás... quizá pueda escribir sobre ello, la poesía relatada sobre el canto del comerciante, la utilidad -o falta de ella- en el producto ofrecido, el casí angelical deletreo de los números, el pitido repetitivo y incesante para finalizar la obra maestra.
Igual y no era tan mala idea, decidí intentarlo; con lapiz y papel en mano comencé a escribir lo maravillada que me sentía al contestar uno de estos llamados, la alegría que me llenaba al darme cuenta que, no era mi familia la que me hablaba, sino una grabadora que intentaba convencerme de que si adquiría esto o aquello mi vida mejoraría.
Supongo que al finalizar el escrito no quedó tan bien como hubiera esperado. A decir verdad nada bueno salía de esto, igualmente nada bueno sale de mí.