Se detuvo un momento y miró hacia la sierra. Que poco sabía él que, pocos días después, iba a ser asesinado como un perro en su ladera. Con la lentitud que le obligaba el tremendo dolor de su espalda envarada intentó ponerse recto. Cuando, al final, lo consiguió, se entretuvo esmerándose en arrancar las manos encallecidas del azadón. El grueso madero de la herramienta se había acomodado a sus dedos con tantos años de fatiga y hambre.
—¡Antonio!, Antonio, que ya no hay luz —aturdido miró hacia su compadre Manuel, quien le hacía señas para que se acercara, cosa que hizo sin pensar—. Toma un poco de picadura. ¿Ya has aprendido a liártela? —Le espetó mientras sonreía desde la penumbra, apenas iluminada por la colilla retorcida que colgaba de la comisura de los labios.
—No me queda otra, ¿no? —Contestó, mientras se liaba con habilidad felina el pitillo— ¿qué se sabe de lo de África?
—Pues, ¿qué ha de saberse?, pues nada o muy poco —Manuel hablaba a gritos, fruto de su sempiterna sordera—. Esto va acabar muy mal. Los de la casa del pueblo están armados y pegando voces de que van a quemar a los señores. Muy mal, te lo digo yo.
—¿Por qué no nos dejarán en paz? Los unos y los otros. ¿Qué coño hemos hecho para no poder vivir en paz? —respondió amargamente.
—Es lo que digo yo. Si no vas a misa, eres rojo, te dice doña Gracia, la mujer del sargento. Y si vas, te dice, Pedro el del comité de las Juventudes Socialistas, estómago agradecido. Así no hay quien se aclare.
—Sabes lo que te digo Lolo —Así llamaban todos a Manuel en el pueblo— Que de todo este follón los que vamos a perder somos los de siempre. Los que nos partimos el espinazo en las tierras.
—Tienes razón Antonio… —Lolo se interrumpió al oír a gente que se acercaba— ¿Qué raro? No son horas de venir para los campos.
El grupo que se acercaba venía pegando gritos. Los dos hombres se acercaron instintivamente. El miedo les agarró con fuerza las gargantas y las secó en un momento. Poco después los reconocían. Al frente iba Pedro, del comité, pero también iban Andrés, Jerónimo y Juan, los directivos de la casa del pueblo y, enfrentado a ellos, marchaba Ramón, un concejal republicano. Este último alzaba la voz e intentaba contenerlos.
—Pero, ¿que demonios creéis que hacéis? La República no se debe levantar sobre la sangre de los inocentes —agarraba a Pedro con fuerza, mientras su voz se convertía en una súplica.
—¿Inocentes? ¿Inocentes dices? —Pedro mascullaba las palabras—. No lo son, don Ramón, no lo son. No lo son desde que los parieron. Este mismo. ¿Lo recuerda? Es pijolargo, el criado del marqués. ¿Sabe, don Ramón a que se dedica?
—Lo sé Pedro, bien que lo sé. No hace nada más que apalizar a los jornaleros pero para contenerlo está la Guardia de Asalto. No esta venganza, sin sentido. No veis que sólo dais alas a los rebeldes que están a la puerta del pueblo.
—Dejadlos no hagamos más sangre —Se sorprendió con el grito que acababa de dar. Tanto su compadre, como los demás, le miraron igual de extrañados—. La libertad no se gana así dejarlos ir —Pedro lo miró un rato largo. Habían sido destetados por el mismo pezón agrietado de Dolores la del cura y eso unía un montón.
—¿Qué tienes que ver tú con esto? —Pedro le interrogó con una mezcla de curiosidad y de impaciencia-.
—Tengo que ver que somos vecinos y que las cosas no se hacen así —se volvió a asombrar de su actitud, algo que acabó por hacerle sentir mejor-. Déjalos ir en paz, ¿no podemos vivir en paz?
—Antonio, ¿tú sabes que ellos nos van a matar?, ¿verdad? —sabía que, probablemente tenía razón pero, de alguna forma, creía que si no los mataban, después se podría esperar lo mismo.
—No nos tiene porque matar. Sin ellos, los ricos, no somos nada. Y, ellos, sin nosotros, menos. ¿Quién trabajaría sus campos y se deslomaría por los montes con la leña? La vida es así Pedro.
—Quizá tengas razón —Pedro lo pensó un momento y luego soltó a los tres desgraciados que llevaban. Luego, se sentó en una piedra—. Te digo yo que nos van a matar. Y a ti también Antonio.
—¿A mí?, ¿Por qué? —se angustió por la respuesta que pudiera darle su amigo.
—Porque piensas amigo mío, piensas.