ASHER (II)

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La zona de Urgencias estaba plagada de gente; médicos y enfermeras se movían de un lado a otro con presteza mientras los heridos se apelmazaban en salas de espera, camillas en mitad de los pasillos y el suelo. Sus rostros pesarosos creaban un aura de puro terror tan vibrante que Asher casi podía sentir cómo palpitaba en su pecho.

El hombre no quería pararse a observar a nadie, pero a cada paso que daba la escena parecía tornarse más cruda. Niños, jóvenes, adultos y ancianos por igual habían sufrido los estragos de la llamas, dejando heridas grabadas, no sólo en su piel, sino también en sus almas.

Mientras Asher atravesaba la sala de urgencias de punta a punta, tuvo que poner todo su esfuerzo en no detenerse a ayudar. Los gritos de agonía martilleaban en sus oídos como un constante y molesto repiqueto. Uno que alentaba al sentimiento de culpabilidad que nacía en lo más profundo de su ser.

Debió de haber puesto más empeño en su petición para cargar la aeronave del Krav de agua; y era ahora, mientras pensaba en la menuda silueta de una herida Erin Meraki, que se daba cuenta de lo ingenuo que había sido. Si la menor de las hijas del Gobernador estaba allí era por su culpa, por su falta de presteza y rigor. Si hubiese sido consciente del peligro que corría la vida de Erin, habría actuado de otra manera. Y quería pensar que Athos Meraki también.

Cuando llegó a los elevadores, estos estaban tan atestados que empujó la puerta que había su derecha y ascendió hasta el segundo piso por las escaleras. Asher se encontró con varios celadores que se movían con celeridad, saltando escalones con una agilidad asombrosa. Habrían hecho aquel camino tantas veces que serían capaces de recorrer el hospital íntegramente con los ojos cerrados.

En comparación con la zona de urgencias, la segunda planta era un pacífico océano tras ser golpeado sin clemencia por una tormenta. Las pocas enfermeras que había entraban en una de las habitaciones, hacían su tarea y pasaban a la siguiente casi de manera automatizada. A Asher le recordaron a robots, moviéndose mecánicamente sin ver o prestar atención a su alrededor.

Observó los números que se superponía en lo alto de las puertas, buscando el número doscientos catorce. Antes siquiera de que pudiera distinguirlo, una de las enfermeras salió por su flanco izquierdo y golpeó de lleno contra él.

—Disculpa —murmuró.

—¿Señor Meyer?

El susurro de su propio apellido le tomó desprevenido, pero pronto recordó que Gal le había dicho que un sanitario del Krav lo estaría esperando. Aunque no había imaginado que el encuentro se fuera a efectuar de esa manera. Cuando observó con más detenimiento a la mujer y buscó alguna insignia identificativa del grupo militar, no la encontró.

—Acompáñeme. Tenemos poco tiempo.

Asher sintió cómo la mujer aferraba su muñeca con dureza. Tenía el cabello azabache recogido en una alta coleta; sus ojos ligeramente rasgados, eran tan oscuros que no se distinguía la pupila del iris; vestía el típico traje de enfermera azul, pero sobre sus pies sobresalían un par de botas militares desgastadas.

—Nos aproximamos al objetivo —dijo la mujer al cuello de su camisa.

Oír de nuevo su voz le produjo un sentimiento de vértigo en el estómago. Deseaba con todas sus fuerzas volver a ver la radiante sonrisa que lucía Erin, escucharla reírse por todo y nada a la vez; pero había algo más que le motivaba a seguir adelante con aquella locura: observar el alivio en el rostro de Gal al comprobar que su hermana estaba a salvo.

El reencuentro había despertado en él viejos sentimientos que había creído enterrados. Durante los últimos diez años, sin embargo, se había estado engañando a sí mismo; ignorando la realidad y dejando que el tiempo lo curara todo. Pero tras todo el dolor y la ira que le producía pensar en cómo acabaron las cosas entre ellos, Asher no podía evitar tener la necesidad de cuidar de Galia.

La Bahía de los Condenados ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora