VII

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Durante los días sucesivos, a espaldas de mis padres y de Jenny —que siempre vigilaba los movimientos de toda la familia— estuve llevando comida y ropa a Isabella. Al principio le llevaba comida en abundancia y solamente ropa de lo más funcional, pero poco a poco, conforme yo iba dándome cuenta de su recuperación, le busqué alimentos más especiales y ropa de mi propio armario que en concreto me gustase. Se trataba de vestir a otra persona con mi ropa, una persona que se había quedado sin nada en el mundo por culpa de una guerra que nos era completamente ajena. Cuando eres joven algunas cosas no eres capaz de metértelas en la cabeza, como el hecho, tan de sobra conocido, de que dos países entren en guerra como consecuencia de un agravio entre dos dirigentes, ya sean presidentes, monarcas, senescales o militares. Alimentando y vistiendo a Isabella me sentía como una especie de Robin Hood en versión femenina, alguien que no solo ignora los requerimientos de la ley, sino que además los vulnera con sumo gusto. De hecho, Isabella comenzó a llamarme Robin, amén a la semejanza con Robin Hood y en parte —diría la parte mayoritaria— por mi pelo. Ella siempre decía que el color del pecho del petirrojo era muy parecido al de mi pelo; y era verdad.

Día tras día yo observaba la evolución de tu madre, y me alegraba tanto por ella que cualquier palabra, puedes creerme, sería insuficiente para describirlo. El color fue surgiendo de nuevo en sus mejillas, un rosado tenue precioso, y sus ojos volvieron a brillar con una fuerza que yo nunca antes había tenido la fortuna de ver. El pelo, antes lacio y de un triste tono platino, fue ganando vigor y fuerza, hasta convertirse en aquella magnífica melena que tantas veces había imaginado que tendría.

Recuerdo con especial cariño —y también con una especial nostalgia, debo añadir— el día tres de septiembre de 1940. Como todas las mañanas, yo había salido de Haughton Hall a toda prisa pero con disimulo, llevando en un bolso grande de pana gris unas buenas viandas para Isabella, además de un bonito vestido de cheviot con un diminuto tocado a juego. Era sin duda uno de mis conjuntos favoritos, pero en un alarde de generosidad quise regalárselo a tu madre. Para mí, tanto como para ella, todo aquello ya empezaba a trascender la pura y simple amistad. Tal vez no nos diéramos cuenta, pero el hecho era que en la cueva, a escondidas, sabiendo que de ser descubiertas nos separarían, todo estaba transformándose en algo más.

—¿Es para mí? —Isabella puso los ojos en blanco cuando desdoblé el vestido de cheviot y se lo enseñé.

—No, es para el mayordomo —bromeé yo—. ¡Pues claro que es para ti!

—Debe valer una fortuna.

—Eso no importa. Póntelo, a ver cómo te queda —la animé. Ella titubeó un instante, como siempre hacía cada vez que pensaba que algo demasiado bueno no se lo merecía. Por fin aceptó el regalo, lo cogió primorosamente entre sus manos y fue tras las rocas del fondo de la cueva para probárselo.

Con el paso de las horas y de los días nos habíamos acostumbrado tanto a vernos la una a la otra que no esperé quedarme tan hechizada viendo medio desnuda a la que era mi mejor amiga. ¡Por Dios, no entraré demasiado en detalles!

Las madres son unos seres humanos extraordinarios, ¿no lo crees así, Tilly? En un momento dado de sus vidas se proponen darle la vida a otro ser humano, al que llegan a amar más que a sí mismas antes incluso de nacer. Pero antes de llegar a eso, el supremo acto de amor, dar la vida, esas madres fueron mujeres llenas de pasión. Así fue tu madre antes de que tú nacieras, y así la vi ese tres de septiembre, en nuestra cueva secreta, entre algas, rocas y cánticos marinos. Una criatura celestial escondida bajo tierra.

Mientras se ponía el vestido me fue imposible no mirarla, observar la piel aterciopelada de su espalda, las suaves curvas de sus caderas, aquella larga cascada de cabellos dorados como cebada en época de siega… Huelga contar que se me aceleró el pulso y que el corazón, desbocado, amenazó con salírseme por la garganta. ¿Sabes lo terrible que es estar enamorada de una persona y no darse cuenta de ello? Eran tiempos difíciles para el amor, y aún más un amor como el nuestro, tan prohibido como inusual.

—¿Qué tal? —me preguntó, abandonando la aparente intimidad de las rocas. Yo la había estado observando a hurtadillas, lo que me hizo sentir curiosamente afortunada y proscrita al mismo tiempo. Estaba segura de que nadie más en el mundo había visto jamás a Isabella König desnuda. Yo gocé de ese privilegio, no solo una vez, sino muchas otras después.

El vestido parecía hecho a medida para ella. Ambas teníamos un cuerpo similar, aunque ella era unos centímetros más alta que yo, con lo que el borde de la falda le quedaba peligrosamente cerca de las rodillas.

—Muy bien —contesté yo, asombrada por su belleza.

—Es precioso, Robin. Muchas gracias.

—No me lo agradezcas —apunté, notando cómo las mejillas se me ruborizaban a marchas forzadas—. Tengo muchísimos en casa.

La conversación terminó de manera abrupta y cortante cuando ambas escuchamos una voz, para mí conocida, desde el exterior de la cueva.

—¡Señorita Haughton! ¡Señorita Haughton! ¿Está por aquí?

Isabella y yo nos miramos desencajadas. Se trataba de Jenny. 

No se lo digas a nadieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora