VIII

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—¡Robin, escóndeme! —me suplicó Isabella, desesperada. 

—Jenny es de fiar —dije yo, apenas sin meditar la posible majadería que acababa de decir.

—¡Llamará a la policía si me ve aquí!

—No te precipites, por el amor de Dios —traté de calmarla—. Quédate detrás de las rocas y…

No logré terminar la frase; Jenny acababa de entrar en la cueva. Y nos había visto a las dos.

—Señorita, ¿qué significa esto? ¿Quién es esta muchacha? —preguntó, intentando hallar alguna explicación para lo que estaba viendo.

—Jenny, yo…

—Por favor, señora —intercedió Isabella, adelantándose a mí—, no le eche la culpa a ella. —En ese instante me pareció escucharle el acento alemán algo más fuerte de la cuenta; la sola idea de que lo estuviera haciendo adrede me puso los pelos de punta.

—¿Culpa? —preguntó Jenny, aún más perdida de lo que ya estaba—. ¿Culpa de qué?

—Jenny —dije yo, por fin imponiéndome a toda aquella situación tan tensa—, Isabella es una exiliada de Alemania. Hace días que se esconde aquí. He estado trayéndole comida y ropa.

Jenny por fin lo entendió. Los ojos se le desorbitaron y la mandíbula se le cayó de sopetón.

—¡Por todos los demonios! —clamó, llevándose una mano a la frente como si tratara de tomarse la temperatura—. Señorita Haughton, ¿sabe el peligro que corre? Esto podría considerarse traición.

—¿Y qué debería haber hecho, Jenny? —solté yo en tono de protesta—. Estaba aquí sola y cubierta de harapos. Tenía hambre y frío. ¡No podía delatarla! 

Jenny pareció sopesar la nueva situación que acababa de presentarse, al tiempo observándome a mí y a Isabella indistintamente.

—Ese vestido es el que le regaló su madre antes del verano —dijo, señalando el vestido de cheviot que Isabella llevaba puesto.

—A mí no me quedaba bien —opiné. Al momento volví a enrojecer de vergüenza. ¿Acaso no tenía nada mejor que decir? Fue entonces cuando reaccioné y añadí—: Por favor, Jenny, no llames a la policía. Ella es buena. 

—No lo dudo, señorita, pero no puede quedarse aquí eternamente.

En eso llevaba toda la razón del mundo. Isabella no podía permanecer oculta en la caverna durante demasiado tiempo, y ninguna de las dos había trazado un plan.

—¿Qué podemos hacer? —pregunté desvaída. La criada hizo algo tras mi pregunta que me sorprendió y me agradó a la vez. 

—¿Cómo has dicho que te llamas?

—Isabella, señora.

—¿Y cuántos años tienes? 

—Veintisiete.

Jenny se quedó cavilando en total silencio por unos segundos, segundos que se me antojaron mortalmente eternos.

—¿En qué piensas? —me aventuré a cuestionar.

—Sus padres parten hoy a Londres, señorita. No volverán a Haughton Hall hasta pasado mañana. Me han dejado a mí encargada de contratar a la nueva criada. Ya sabe usted que Meredith se dio de baja hace un par de semanas por la lumbalgia.

Hice memoria. La anciana Meredith O´Brien se había marchado del servicio por unos terribles problemas de espalda, y el puesto estaba vacante desde entonces. Lo entendí de inmediato.

—¡Oh, Jenny! ¿Eso quiere decir que…? 

—Quiere decir —me interrumpió— que Isabella podría cubrir el puesto de Meredith. Necesitaríamos que adoptase otro nombre e inventase algunas credenciales, por si sus padres se interesaran.

—Eso podemos hacerlo —aseguré, mirando a Isabella con una gran sonrisa en los labios. Ella parecía temerosa, pero también decidida.

—Sus padres me han mandado a buscarla. Se marchan ya.

—Está bien —dije; y me dirigí a Isabella—: Quédate aquí hasta que vuelva, ¿de acuerdo? No tardaré. 

No se lo digas a nadieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora