IX

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Nuestro pequeño gran engaño dio resultado de la manera deseada. El hecho de que mis padres fueran a Londres para atender algunos asuntos relacionados con la guerra —puesto que mi padre, tu abuelo Edmund, era coronel del ejército británico por entonces, el coronel Edmund Haughton—, fue en gran medida lo que nos permitió a Jenny y a mí perfeccionar la jugada de contratar a Isabella como criada en nuestra casa.

Entre las tres acordamos lo siguiente: Isabella König pasaría a llamarse Elizabeth Winters, y tendría su casa  y a su familia en la cercana Southampton.

Variar un poco su aspecto físico nos llevó algo más de tiempo. Con ese cabello rubio y esos ojos grises era el paradigma de la raza aria germánica. Muy a mi pesar —ya que adoraba su trigueña cascada de pelo— Jenny compró un bote de tinte para el cabello en la droguería de Madison & Appleby, en Hornish Lane, de Weymouth. El color elegido fue un impersonal castaño terroso. Lo cierto es que no quedó mal del todo.

Nuestros esfuerzos dieron por fin resultado: Isabella König, natural de Berlín, convertida en una tal Elizabeth Winters de Southampton, a quien nadie conocía, pasó a ocupar la vacante de criada en Haughton Hall, tal y como mis padres habían querido que hiciera Jenny durante su ausencia.

Por otro lado, la guerra contra Alemania no iba del todo bien, cosa terrible pero que, en definitiva, a nosotras nos benefició. Solo mi madre volvió de Londres, ya que mi padre aún tuvo que quedarse unos días más.

Creo que en alguna ocasión te he enseñado fotografías de mi madre, ¿no es verdad? Rosalie Haughton. Una auténtica belleza inglesa, sofisticada y dulce.

Apenas se fijó en Isabella cuando Jenny la presentó como nueva criada. Tenía razones para estar preocupada. La Luftwaffe estaba enviando más bombarderos a Gran Bretaña, y las ciudades del sur y del este corrían mucho más peligro que al inicio del conflicto armado. Haughton Hall distaba de Weymouth un par de millas escasas; los aviones pasaban por la costa, a veces sobre nuestras cabezas, casi a diario, bombardeaban algunos barrios de Ipswich, de Essex o del propio Londres, y después desaparecían en la inmensidad del cielo como fantasmas. Aquellos ataques desde las alturas se cobraban decenas de víctimas al cabo del día. Vivir en mitad del campo tenía esa ventaja: nadie reparaba en el capital humano de Haughton Hall ni de sus alrededores. Para los grandes señores de la guerra no existíamos.

Y habría seguido siendo así de no ser porque, a mediados de septiembre, mi padre se presentó en casa con un hombre: el teniente Conrad Downes. 

No se lo digas a nadieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora