Capítulo I: El ladrón de dragones (IV)

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La noche era ya muy oscura cuando Cayn trepó por los barriles hasta el tragaluz que servía de acceso alternativo a la bodega. Cuidando cada uno de sus pasos, se coló por él y se deslizó hasta las afueras de la casa abandonada, pegándose a las paredes para evitar el resplandor de la luna. Allí se quedó, inmóvil, esperando la señal por parte del anciano que le indicara que ya había llevado a cabo el hechizo. Para entretenerse y sofocar sus nervios, apretó el nudo de la cuerda que los mantenía a él y a Eone atados. La dragona protestaba e intentaba rasgar el lazo que le oprimía el cuello, pero el muchacho le indicó con un gesto que estuviera quieta, así que paró y se sentó junto a él.


Mientras tanto, el maestro ya había llegado a su destino: una habitación del primer piso de la mansión en ruinas a través de cuya ventana podía divisar el tramo de la muralla que rodeaba la ciudad al que su aprendiz estaba a punto de subir. Se apoyó junto al marco y concentró todas sus flaqueantes fuerzas en invocar un manto de invisibilidad sobre el Cayn y la Eone, y cuando lo consiguió se llevó las manos a la boca para hacer bocina y ululó como un búho un par de veces. Pudo percibir cómo los traficantes que se reunían por las noches en el piso superior callaban un momento, alarmados, y apenas unos segundos después volvían a su conversación. Se les habría hecho extraño que hubiera un búho bajo ellos, tan cerca, pero por lo visto no le habían dado mucha importancia.


Nada más escuchar la señal, Cayn miró a Eone. Seguía siendo capaz de verla, así que al principio dudó que el hechizo hubiera surtido efecto. Luego recordó que si un mismo manto de invisibilidad cubría a varios seres a la vez, estos eran capaces de verse entre sí. Reprimió un suspiro de alivio y se encaminó hacia las escalerillas de roca adosadas a la muralla que ascendían hasta el adarve. Le costó un poco subir, ya que la dragona se negaba a caminar y miraba constantemente hacia atrás, como si no quisiera marcharse de allí.

Yo tampoco quiero irme, Eone, pensó con amargura, pero tiró de la cuerda que los unía a ambos y siguió avanzando. Ya desde la cima del muro oteó el horizonte con un el corazón batiéndole violentamente contra el pecho de pura excitación. Fuera de la ciudad, la naturaleza se revelaba salvaje... y hermosa. Cayn nunca había estado más allá de aquellas murallas. Había visto ese paisaje varias veces, sí, pero nunca había tenido ocasión de pisarlo. Quería atravesar la pequeña pradera grisácea, perderse en los bosques negros que cubrían las sinuosas colinas, vadear el río que reptaba en la lejanía como una serpiente de plata a la luz de la luna y descubrir qué se escondía tras las montañas al fondo. Un escalofrío le recorrió toda la espalda, como una sensación de que todo eso le quedaba demasiado grande. La ignoró y se dispuso a descender por la cara exterior de la muralla, espoleado por la emoción.

Cuando apenas le quedaban dos metros para llegar al suelo, saltó, arrastrando tras de sí a la dragona, y corrió hacia el bosque. Debía encontrar un lugar seguro para que no le vieran los guardias de las murallas cuando el conjuro de invisibilidad se desvaneciera.

Llegó a la linde y se internó un poco más entre los árboles, donde se detuvo unos momentos y aulló como un lobo para avisar al anciano de que ya podía retirar el conjuro. Un lobo de verdad le respondió en la distancia, a lo que Cayn dio un respingo. Sin más demora echó a andar a buen ritmo, con paso determinado, mientras Eone iba y venía, explorando los alrededores y alejándose todo lo que le permitía la longitud de la cuerda.


En la ruinosa habitación, el maestro deshizo la protección mágica que pesaba sobre Cayn y su dragona  y boqueó para tomar aire, aferrándose a los postes de la ventana.Aquel esfuerzo había gastado casi todas sus energías... Necesitaba descansar.

Fue a dar un paso en dirección a la bodega, pero al apoyar el pie, la pierna le falló y cayó de rodillas al suelo, golpeándose la cabeza contra la pared. Intentó levantarse de nuevo, pero su cuerpo no respondía y pronto se vio tumbado de costado sobre el suelo polvoriento sin poder hacer nada para remediarlo. Luchó por respirar, extendió con gran dificultad el brazo para apoyarse en el suelo y tratar de erguirse. En vano. 

Poco a poco todo a su alrededor se volvió difuminado, cada vez más y más negro, como si alguien estuviese apagando toda la luz del mundo. Alzó la vista hacia el dudoso contorno de la luna. A su alrededor, las estrellas iban desapareciendo, engullidas por la oscuridad, pero ella se mantenía en su posición, argéntea e inamovible. El anciano dedicó su último pensamiento, su último momento de lucidez, a su discípulo y la pequeña dragona. Deseó que estuvieran bien, que la suerte nunca les abandonara, que llegaran sanos y salvos a su destino, que aprendieran de quienes estuviesen dispuestos a enseñarles, que se hicieran grandes y fuertes y lograran ganarse la amistad, el respeto y la admiración de quienes los rodeaban.

 Y con la mente a rebosar de aquellos pensamientos, no se dio cuenta del frío que empezaba a envolverle y a entumecer todo su ser.


Tras varias horas de camino, Cayn ya podía ver el final del bosque ante él, pero decidió descansar un poco más entre la seguridad que le ofrecían los árboles. La tierra aún estaba húmeda por las lluvias recientes, pero eso no le impidió tumbarse en ella, sobre la hierba y las flores que crecían a sus pies. Cuando fuese a retomar la marcha comería un poco de las provisiones que había llevado consigo. No había tomado muchas para no dejar al anciano sin comida, así que pronto tendría que recurrir a las supuestas dotes para la caza de su dragona. Confiando en que no se alejara demasiado de él y supiera orientarse, desató la cuerda que los mantenía unidos, se la guardó en el bolsillo y dejó que Eone fuera a explorar por ahí. Sin darse cuenta, fue rindiéndose al cansancio y sumiéndose en un profundo sueño.

Y cuando despertó, fue porque la dragona le estaba dando toques impacientes con el hocico en el brazo. Cayn se desperezó y se pasó una mano por el pelo para peinarse, tras lo cual miró a la criatura y discernió la sangre en sus garras y hocico, brillando macabra a la escasa luz de luna que se colaba entre el denso follaje. Ella apuntó hacia un conejo que había depositado cerca del chico, se sentó y ladeó la cabeza, esperando una reacción por parte de su amo. Este observó la pieza con gesto crítico y, a juzgar por las marcas en el cuello peludo, dedujo que había muerto de un mordisco. 

Eone sacudió la cola, apremiante, y se relamió las fauces. Cayn supuso que le había traído la presa para él, así que se estiró y le palmeó el cuello en gesto de agradecimiento para después guardar al animalito inerte junto al resto de provisiones. Todavía no se atrevía a encender una hoguera, aún estaban demasiado cerca de la ciudad y alguien podía ver el fuego, pero en cuanto se alejaran un poco más, tal vez cuando llegaran al otro lado de las montañas, se arriesgaría a hacer una y cocinar el conejo. Hasta entonces tendría que contentarse con el pan duro y el queso agrio que llevaba encima.

Y en eso consistió su desayuno —si es que a esas horas de la noche se podía considerar un desayuno—: en un mendrugo de pan que le resultó difícil de masticar untado con queso. Al abrir la bolsa de provisiones para sacar el pellejo relleno de agua que tenía, vio la presa que Eone había cazado para él. La boca se le hizo agua mientras la miraba anhelante. Imaginando el sabor y la textura que tendría en su boca, se llevó el pellejo de agua a la boca para beber un trago largo, se puso en pie y echó a andar a paso rápido hacia la salida del bosque.

Le tomó todo lo que quedaba de día llegar a la base de las montañas, y dos jornadas enteras atravesar la escarpada sierra. Había ido acumulando las presas que Eone le traía, anticipando que allí no habría muchos pequeños roedores de los que la dragona acostumbraba a cazar. Tendrían suerte si no se topaban con un oso o una manada de lobos, y mucha más si conseguían abatir una cabra montañesa. 

Ninguna de las dos cosas ocurrió en todo el trayecto. Durante la única noche que pasaron allí, el chico dispuso en el suelo la leña que había ido reuniendo, sabiendo que en aquellas montañas le sería difícil encontrar madera suficiente para una hoguera, y trató de encender un fuego con su magia. No era tan fácil como le había parecido cuando el maestro le enseñó a hacerlo, y apenas si brotaba alguna chispa que nunca conseguía mantener con vida.

Eone, que contemplaba sus esfuerzos desde lejos, comprendió qué quería lograr el muchacho. Se acercó y sopló suavemente sobre la leña ante la mirada atónita del humano. Al principio pareció que no había surtido efecto, pero segundos después la madera crujió y empezó a ennegrecerse hasta que las llamas brotaron de ella y danzaron devorándola paulatinamente. 

Aquella noche, el fuego ahuyentó a las bestias y los malos presagios, y sirvió a Cayn para asar su conejo, ya desollado y limpio. El chico disfrutó de la cena y, cuando terminó de comer, lamió sus dedos grasientos para limpiarlos. La dragona se tumbó junto a la hoguera a mordisquear los huesos que su amo había rechazado y restregó la cabeza contra él. El chico la acarició, satisfecho, y se quedó dormido pensando en lo maravillosamente bien que marchaban las cosas hasta el momento.

El ladrón de dragonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora