Cuando me ofrecieron trabajar como
profesora de Literatura en el Hampton
College, en Stoney, Cornualles, mi
primer impulso fue no aceptar. Aunque
en ese momento no había nada
importante que me retuviera en Londres,
no me atraía la idea de trasladarme lejos
de la ciudad; por otra parte, el dinero
que había heredado de mis padres,
fallecidos cuatro años atrás en un
accidente de tráfico, no era mucho, pero
bastaba para permitirme vivir con cierta
holgura, y tampoco sentía ninguna urgencia de volver a ejercer la
enseñanza, después de haber disfrutado de un año sabático con objeto de terminar de escribir mi libro sobre Literatos victorianos y tomar apuntes
sobre otro a propósito de las leyendas
celtas, cuya escritura pretendía afrontar
en cuanto hubiera reunido el material
suficiente. (Si al fin no me hubiera
decidido a aceptarlo, en contra de lo que
había sido mi intención, no habría
vivido los días más aterradores de mi
existencia, relacionados en parte con el
tema que deseaba tratar en mi nuevo
libro, y seguiría siendo una joven
profesora que creía ingenuamente en la superioridad de las teorías sobre las
experiencias personales.)
Pese a ello, estuve dudando durante
varios días antes de dar mi respuesta, y
confieso que en el fondo deseaba que la
plaza hubiera sido cubierta mientras
tanto, pero no sucedió así. Ignoro qué
fue lo que me hizo aceptar, porque la
oferta no era demasiado tentadora. El
sueldo no se podía considerar malo, si
bien tampoco deslumbrante —no suele
serlo en el terreno de la enseñanza—, y
lo más atractivo de ella consistía en el
hecho de poder vivir unos meses en una
pequeña casa de dos plantas con jardín,
de la que me habían mostrado una tentadora fotografía, lo cual la hacía casi
irresistible para quien, como yo, llevaba
viviendo casi seis años en un
apartamento urbano más bien modesto.
Ahora creo que fue eso lo que me
decidió.
Entonces no sabía nada de la
leyenda del abad negro. No revelo un
secreto si digo que las leyendas celtas
abundan en el Reino Unido. Por
supuesto, yo no conocía todas, si bien
entre mis amigos pasaba por ser una
experta en el tema, y es probable que si
al recibir esa oferta de trabajo hubiera
dispuesto de información sobre la
leyenda del abad negro, la habría aceptado sin dudarlo, aunque sólo
hubiera sido por incorporar otra a mi
proyecto de libro. Pero, como he dicho,
fue la casa lo que despertó mi interés,
cansada como estaba de vivir en un
espacio tan reducido.
Por lo que sabía, en aquella parte de
Cornualles solía llover mucho y la zona
era tan húmeda como Londres, pero
ofrecía para mí la ventaja de poder
mantenerme alejada durante un tiempo
de las incomodidades de la vida en la
ciudad. Así, pues, tras calibrar los pros
y los contras, opté por arrinconar mi
resistencia inicial y aceptar el trabajo,
aunque no estaba convencida del todo. —Verá como no se arrepiente; el
Hampton es un buen colegio y Stoney un
lugar tranquilo; en cuanto lleve un par de
días allí, dejará de echar en falta
Londres —me dijo Mr. Bradley, un
funcionario calvo, vestido con traje gris,
a quien no le debió de pasar inadvertida
mi expresión de sorpresa al enterarme
de que la plaza seguía libre después de
varios días.
Me facilitó el número de teléfono de
la directora del colegio, Nora Gregson,
a pesar de que me aseguró que él mismo
se encargaría de ponerse en contacto con
ella para facilitarle mis datos
personales. —Los informes laborales los tiene
desde el primer momento —carraspeó,
como si se sintiera molesto por
mencionar ese tema—. La llave de la
casa se la entregará personalmente Mrs.
Gregson… Permítame una pregunta:
¿tiene usted coche?
—Sí, pero no lo utilizo mucho, no
soy una fanática del volante.
—Supongo que viajará por
carretera… Se lo pregunto porque, en el
caso de que pensara hacer el viaje en
tren, le diría a Mrs. Gregson que se
pusiera de acuerdo con usted para ir a
buscarla a la estación.
—La verdad es que no he pensado en
eso, y ya le he dicho que no me gusta
demasiado el coche.
—Piénselo…, pero si finalmente
decide ir en tren no se olvide de
telefonear a Mrs. Gregson, porque la
estación se encuentra bastante alejada
del colegio y de la que será su casa.
A medida que se aproximaba el día
del viaje y el final de mis días de
placidez, descubrí que nada me apetecía
menos que un largo desplazamiento por
carretera, por lo que, al recordar lo que
había dicho Mr. Bradley, consulté los
horarios del ferrocarril y, una vez hube
decidido qué tren tomaría, telefoneé a
Nora Gregson para ponerla al tanto de mi llegada.
A juzgar por su voz, me dije que
debía de ser una mujer de mediana edad;
se expresaba de forma tan engolada que
resultaba desagradable. Cuando me di a
conocer, no expresó ninguna satisfacción
por hablar conmigo, aunque se mantuvo
correcta. Le informé de que llegaría el
veintinueve de septiembre en el expreso
de las diez de la noche.
—¿No hay otro tren? Creo que hay
uno que llega aquí en torno al mediodía
—dijo.
—Tendría que madrugar mucho para
poder tomarlo, no lo creo necesario…
—repuse.
—Comprendo —creí detectar en su
voz un cierto tono de reproche—. Haré
lo posible por ir a recibirla; si no fuera
así, enviaré a alguien en mi lugar.
—No me gustaría causar ninguna
molestia. Puedo tomar un taxi para ir a
la casa…, dígame la dirección, por si
acaso.
—Necesitará la llave —contestó con
sequedad—. No se preocupe, insisto en
que, si no puedo ir a la estación, habrá
alguien del colegio… ¿No tiene coche?
Parecía decepcionada. Era la
segunda vez que alguien me preguntaba
eso desde que había aceptado el trabajo.
—Oh, sí, sí que tengo, pero no me apetece ir con él desde Londres, soy una
conductora de vuelo corto —le contesté.
—Habitualmente, los profesores que
han venido de fuera han utilizado su
coche…, hay muchas cosas que ver por
los alrededores —hizo una pausa que se
me antojó excesiva—. Bueno, querida,
pronto nos veremos por aquí. Estoy
segura de que esto le va a gustar…, no
lo digo porque sea la directora, pero el
Hampton es un excelente colegio y el
ambiente de lo más agradable.
—Yo también estoy segura de eso —
repuse, cortés.
Al colgar el teléfono ya estaba
arrepentida de haber aceptado aquel trabajo, pero era demasiado tarde para
echarme atrás. Imaginé un ambiente
sórdido y una sociedad cerrada, regida
por convencionalismos sociales de todo
tipo, y me angustió pensar que debería
vivir unos meses allí. Sin embargo, traté
de animarme diciéndome a mí misma
que al menos dispondría de tiempo para
dedicarme a repasar las galeradas de mi
libro y preparar el nuevo.
No sabía cuánto me equivocaba,
porque ese viaje a Stoney iba a
significar para mí un tenebroso descenso
al mundo de los muertos; y el expreso
que me disponía a tomar, lo más
parecido a la barca de Caronte.
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la profecía del abad negro
VampireCuando Ada Boyle aceptó una oferta de trabajo en el Hampton College de Stoney, nunca pensó que esa decisión cambiaría su vida para siempre. No tardaría en arrepentirse de vivir lejos del ajetreo de la ciudad, junto al colegio y a una antigua abadía...