El hombre de las cloacas

15 1 0
                                    

Cuando hubieron bajado por las enmarañadas escaleras confirmaron, para desgracia de Lyla, que se trataba de un camino que efectivamente daba a las cloacas.

Tuvieron que atravesar a tientas una malla rota para llegar al pasillo principal, a una sección de los subterráneos por la cual no fluía agua por el canal que atravesaba el centro, lo que hacía que fuese menos pestilente, aunque no precisamente olía a rosas.

Se guiaron por las titilantes luces lejanas de los Cristales Divinos iluminantes que se entreveían en ciertas secciones y así siguieron los caminos, siempre tratando de no hacer ruido en caso de que lo que hubiese entrado allí antes que ellos no fuese un enemigo, y para que no los detectase. Esta tarea se le daba mejor a Lyla, quien entrenó arduamente con su abuelo en el arte del sigilo, aunque a Grey no es que se le diera mal.

Pronto llegaron a otra sección como la que habían visto en las cloacas anteriores: una cavidad en la pared dentro de la que había un escritorio y sobre el que había un Cristal Divino iluminante incrustado en un palo, solo que en este caso el tal escritorio no era como el anterior, sino que más bien era un pedazo de tabla dispuesto sobre troncos y piedras, y sobre la improvisada mesa no había utensilios como los anteriores, sino que había pergaminos extraños y desgastados. El curioso Grey levantó el cristal sin importarle lo peligroso que era y sin preocuparse por sostenerlo por el palo y lo puso a un lado, luego levantó un pergamino y lo desplegó para leerlo.

El pergamino tenía escritos en un lenguaje enriquecido, y hablaba sobre un antiguo acontecimiento denominado «El Surgimiento de las Plumas Blancas». Lo que Grey pudo entender de lo poco que leyó fue que hacia alrededor de cinco milenios nació una niña que desarrolló alas y posteriormente sería conocida como la reina de los Blancos, Diana la Santa. Detuvo la lectura cuando Lyla comenzó a leer en voz alta otro pergamino que había levantado.

—Sabed, pues —recitó Lyla—, y que los desemplumados pálidos multiplicándose están cuales roedores. Más de la torre central cada vez salen, aunque del Cristal Maestro la seguridad aumentose. Al paso este los Blancos desaparecerán y un criadero será la Ciudad Sagrada de monstros Grises. Algo habrá de hacerse antes de que sea demasiado tarde. De vuesas órdenes esperamos. Firmado por Boro.

—¿Qué es eso? —Preguntó Grey, dejando sobre la tabla el pergamino que había dejado de leer.

—No lo sé, pero parece que eran cartas de antiguos Blancos. Esta parece ser de un informe y una petición antes de la famosa invasión, pero de todo eso poco sé yo.

—Yo los puedo iluminar —tronó con un apagado eco una voz que surgió desde detrás de ellos, desde el canal seco que atravesaba la cloaca. Ambos se exaltaron y se pusieron en guardia inmediatamente. Grey lo hubiese detectado si no hubiese estado absorto entre la belleza de Lyla y el contenido de los pergaminos. Agarró su catana y la desenvainó a medias, preparado para terminar de extraerla en caso de ser necesario. Lyla se colocó en posición de disparo, tomando su arco y una flecha y tensándose de inmediato.

El portador de la voz no se inmutó y avanzó hasta que se le pudiera ver claramente.

—Baja ese arco, muchacha, yo no soy su enemigo.

Lyla bajó el arco, pero no porque confiara en su palabra, sino porque se trataba de un humano. En cierto modo ver otro humano en aquella ciudad le inspiraba confianza.

Era un hombre de mediana estatura. Estaba muy sucio, dejando en claro que la mayor parte de su tiempo la pasaba en las cloacas y que no era muy amigo del agua. Aun detrás de la suciedad que cubría su claro rostro se podía entrever un semblante apuesto, pero adornado con una alborotada barba parda de varios años de descuido. Su pelo era liso, pardo igual que su barba, pero también alborotado y desatendido. Vestía ropajes extraños ante la vista de Grey, pero no ante la vista de Lyla, quien conocía las modas del noroeste, donde mayormente se utilizaban coloridos jubones y pantalones anchos hasta las rodillas y estrechos hasta los tobillos. Observaba a sus dos invitados desde sus ojos cafés que parecían platos de bronce ante la tenue luz blanquecina.

Ciudad Sagrada - Entre Blanco y GrisWhere stories live. Discover now