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El día 15 de septiembre de 1940 Haughton Hall recibió la visita de un Studebaker cupé del 38, color marfil, y de un Chrysler sedán del 34. El Chrysler negro era el que mi padre, el coronel Haughton, usaba cuando iba de visita oficial. El Studebaker nos era desconocido, puesto que nunca antes lo habíamos visto por casa, ni siquiera de pasada. Y después llegaron más, muchos más. Cuando Jenny nos anunció que se trataba de oficiales del ejército británico, Isabella y yo nos echamos a temblar.

Antes de que nos diéramos cuenta —y antes de que nos horrorizásemos por ello— el hall de entrada se había atestado de militares, hombres de expresiones circunspectas y feos uniformes oscuros que con su sola presencia conseguían enfriar el ambiente.

Convinimos representar bien nuestros respectivos papeles cuando bajásemos a recibir a todos aquellos extraños. Debíamos tenerlo todo perfectamente estudiado; de lo contrario, al menor signo de mentira o fingimiento podrían ponernos en el punto de mira, máxime cuando la guerra contra Alemania empezaba a hacer mella tanto en las filas como en los ánimos. Los dirigentes nazis tenían la arrolladora virtud de la obstinación, espoleada además por los insostenibles delirios de grandeza de Hitler, un demente bajo cuyo mando se encontraba una nación entera, el mismo corazón de Europa. Nunca entenderé cómo hubo millones de ciudadanos alemanes que pudieron permitirle llegar al poder. ¡Estaba loco!, y con él tantos otros: Himmler, Goebbels, Hess, Gormann… El Reichsführer era un perfecto psicópata. ¿Cómo podía entonces ser un país que fuera gobernado por genocidas?

Todos estos pensamientos a menudo me asaltaban y me entristecían, pero me cuidaba mucho de no decir una sola palabra ante Isabella. Sabía lo mucho que le dolía tener noticias de Alemania, fuesen buenas o malas. Así pues, yo guardaba silencio y simplemente fingía estar distraída cuando, en realidad, eran las circunstancias las que me robaban la sonrisa.

A orden expresa de mi padre, casi todas las criadas del servicio se presentaron en el salón principal de Haughton Hall para atender a los invitados, la mayoría oficiales de mayor o menor rango pero todos ellos, como te iba diciendo, espantosamente serios, como si durante mucho tiempo se les hubiera prohibido sonreír y ya no se acordasen de cómo se hacía. Parecían autómatas, verdaderas esfinges de carne y hueso. De modo que la primera en dejar la seguridad de la planta superior fue Isabella. Tras ella fuimos Jenny y yo.

—No se preocupe, señorita Haughton. Todo irá bien.

Cuando bajamos al salón descubrimos un alegre pero comedido alboroto. Allí estaba mi padre, vestido con su mejor uniforme de coronel luciendo orgulloso sus galones, y con él mi madre, tan guapa como siempre, vestida de tweed. Ese tipo de tela le sentaba de maravilla. Rodeándoles había una nada desdeñable multitud de hombres de milicia: comandantes, generales, tenientes, capitanes… Supe entonces que habían venido para celebrar algo. Que mi padre les había invitado.

Rita, Evangeline e Isabella comenzaron a servir copas de champán helado en bandejas de plata. Pasados unos minutos mi padre inició uno de sus legendarios pero aburridos discursos.

—Amigos, hoy es un día especial para todos nosotros. Especial porque a todos nos concierne y nos alegra la feliz noticia que he de daros: Conrad Downes, a quien conocemos muy bien, ha sido ascendido de rango, con lo que ahora ostenta el título de teniente Downes. ¡Enhorabuena, teniente!

Hubo una fuerte marejada de aplausos y vítores por todo el salón. Todas las miradas, incluida la mía y la de Isabella, se dirigieron hacia el mismo lugar: medio perdido entre el resto de los asistentes había un hombre joven, alto y bien parecido. Tenía el cabello castaño y los labios finos y prietos. Vestía de uniforme, como era de esperar. Ciertamente, resultaba atractivo. Lo escalofriante fue que no pareció conmoverse ni un ápice por la atención de todos los presentes.

Cuando las felicitaciones decrecieron, mi padre prosiguió, con una copa de champán en una mano y la expresión más radiante que jamás hubiera visto.

—Sí, sí, bien hecho, teniente —dijo con voz clara y poderosa—, pero es a tus padres, aquí presentes, a quienes quiero darles la enhorabuena además de ti.

Nuevas miradas se dirigieron entonces a un matrimonio ya de cierta edad, ambos vestidos de etiqueta. La mujer se sonrojó, sonrió con timidez y bajó la mirada; el hombre se comportó como algo parecido a un pavo real. Al menos a mí en ese momento me dio la impresión de estar comportándose como tal.

—Maximilian, Helen: felicidades por haber criado y educado a vuestro hijo de una forma tan magistral. Quienes no hemos tenido hijos varones ignoramos el orgullo que debe sentirse al tener uno en el ejército, ¡y como teniente, nada menos!

Los aplausos dirigidos a los padres de Conrad Downes provocaron otra parada en el discurso. Me entristecí súbitamente al comprender el alcance de todo aquello. Lo que las palabras de mi progenitor venían a decir era que yo, como hija única que era, nunca le había enorgullecido.

Sin embargo la pena dio paso al temor en cuanto me fijé en el teniente Downes. Miraba a Isabella. Y la miraba de una forma intensa, particularmente obscena. Se había estado fijando en ella desde que había empezado a servir champán por todo el salón con el resto de las criadas.

Supe entonces que habría problemas, muchos problemas. 

No se lo digas a nadieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora