XII

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Para ti no resultará nada fácil asimilar y aceptar que eres el producto de una violación, mi pequeña Tilly. Sin embargo, ¿qué otra cosa podíamos hacer, salvo mantener la boca cerrada? Si hablábamos de ello, las autoridades intervendrían en todo aquel asunto y se sabría que Isabella era alemana. Y la deportarían.

La situación se volvió aún más peliaguda cuando me dijo que estaba embarazada. Ni siquiera confió en Jenny.

Conrad Downes y su familia vivían al otro lado de Weymouth, lo que le permitía hacer frecuentes visitas a Haughton Hall y, por consiguiente, a Isabella. Cuando supe para qué iba en realidad estuve a punto de ponerme enferma. Se me pasaron por la cabeza miles de maneras de asesinarle, cada una más sofisticada que la anterior, cada una más cruel y más inhumana. Quería que sufriese lo indecible, que suplicase clemencia, que implorase ser perdonado. Quería arrancarle de cuajo los testículos y descerrajarle un tiro de escopeta en la cabeza para ver sus sesos convertidos en porridge. Pero no podía hacer nada de eso, y la impotencia me consumía. Nuestra mejor baza era el silencio, un silencio mortificante y desesperanzador pero, en esencia, beneficioso.

A veces Satanás, como le ocurre a Dios, tiene demasiados proyectos a la vez y no logra abarcarlos todos. Eso ocurrió con nosotras, exactamente el día 9 de octubre de aquel año, cuando la Luftwaffe llevó a cabo la última de las ofensivas aéreas contra las ciudades sureñas de Gran Bretaña: el teniente Conrad Downes, junto con una veintena de oficiales más, resultaron muertos en un bombardeo al este de Hampshire. Cuando recibimos la noticia en Haughton Hall no podíamos creerlo. ¡El violador Downes, muerto a manos de nuestros enemigos! Durante todas aquellas desquiciantes semanas habíamos tenido que soportar su presencia una y otra vez en mi casa, reclamando lo que había adquirido a la fuerza, abusando de Isabella, cuyo embarazo seguía adelante pasase lo que pasase. ¿Imaginas lo que habría ocurrido si hubiese sabido que estaba encinta? Ni yo misma puedo figurármelo. Los bombarderos nazis nos habían librado de un sucio canalla.

A menudo, después de la noticia, yo echaba fugaces vistazos al patio delantero de Haughton Hall cada vez que escuchaba el rugiente motor de un coche, temerosa de volver a ver el Studebaker cupé de color marfil que le había pertenecido a Downes. Pero nunca más volví a verlo aparecer.

La muerte del teniente, empero, no nos libró del siguiente gran problema a solucionar: la ocultación del embarazo de tu madre. ¿Cómo podíamos conseguir que Isabella se quedase en Haughton Hall? Era evidente que mis padres querrían saber cómo podía haberse quedado embarazada cuando trabajaba de interna en nuestra casa sin salir en ningún momento de ella. Y entonces de todas las bocas saldrían las palabras «deshonra», «vergüenza» y, por supuesto,  «libertinaje.» Como si lo viera.

A pesar de las reticencias de Isabella, tuve a bien contarle el secreto a Jenny. Como en otras ocasiones, fue a ella a quien se le ocurrió la mejor idea. ¿Qué habríamos hecho tu madre y yo de no tenerla de nuestra parte?

No se lo digas a nadieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora