Todas las mañanas uso los 35 minutos de viaje en metro para responder mails. Soy un tipo eficiente .
Mientras desayuno descargo los correos que responderé mientras voy camino a la oficina. La conexión 3G no funciona durante varios tramos, así que de esa manera me aseguro de tener lo que necesito. Soy precavido.
Cada mañana salgo a la misma hora y me ubico en el mismo vagón, tras la línea amarilla que me indica el lugar donde debo esperar. Tengo un playlist para cada día de la semana. Soy muy ordenado.
Ese día salí 7 minutos más tarde. No diré porqué. Como no pude acomodarme en el espacio que está entre la entrada y los asientos del vagón me tomé del pasamanos más cercano.
Apenas pude comencé el ritual de mi viaje, sin embargo, ese día tenía menos correos que contestar. La noche anterior ya había respondido varios porque me había quedado hasta muy tarde. No diré porqué.
Me di cuenta de que muchas de las canciones de mi playlist ya me estaban aburriendo, me gustaban, pero mi reloj biológico ya se había acostumbrado a oírlas, y saber cuál vendría después me generó una sensación de fastidio.
Adelanté una a una las canciones hasta llegar al final de mi playlist. Miré el letrero para saber dónde estaba: aún faltaban cuatro estaciones. Observé a mí alrededor. El vagón se había vaciado en la estación anterior: se subió una persona y bajaron tres.
Quería evitar a toda costa el silencio del viaje que sólo era interrumpido por los chirridos de las ruedas del tren, así que me apuré en encontrar las canciones de mi banda favorita. No diré cuál es.
Continuaba ensimismado en mi teléfono cuando sentí el roce de una mano extraña avanzando desde mi mano hasta el codo. Mi primera reacción fue de asombro, no lograba recordar cuándo fue la última vez que había recibido una muestra de afecto que no haya solicitado. Luego me sentí ofendido, violentado: ¿Por qué tengo que aguantar que un desconocido se sienta con la libertad de acercarse a mí de esa manera? Puedo soportar empujones, discusiones, incluso que miren la pantalla de mi celular, pero esto... esto es un ultraje.
Mi última sensación fue de vergüenza, de soledad. Recordé el día en que había decidido ser quien soy: eficiente, precavido, ordenado, solo. En aquel momento me pareció una buena idea. Hoy ya no lo es.
Levanté el cuello buscando a la persona que me había tocado, era una mujer de unos 50 años, pelo cano, apoyaba una bolsa grande contra un asiento. Me miró con expresión gentil.
–Discúlpame, solo quería encontrar un punto de apoyo.
–No se preocupe, no ha sido nada– mentí.