Cuando tenía cuatro años, entró en el taller de laudería de su padre, pese a que le estaba prohibido; la casa era humilde y cualquier destrozo en una pieza o en una cuerda era dinero que no resultaba fácil recuperar. Lo primero que lo cautivó fue el olor de la madera y el barniz, pero fueron las misteriosas curvas del violín las que lo atrajeron definitivamente hacia la música. Su madre daba clases con un piano de media cola que había heredado de su abuela y así, con grandes dificultades, alimentaban a una larga familia de cuatro hermanos.
Entre los juegos de la escuela, las travesuras y los retos, la pobreza pasaba apenas percibida por los niños. Pero cuando Sergei empezó a dar muestras de lo talentoso que podía ser con un violín en la mano, ambos padres supieron que no podían negarle la posibilidad de estudiar en una academia.
El padre se fue una madrugada a tomar un tren que le llevaría lejos de allí a un nuevo y más rentable trabajo; la madre vendió el piano y se fue a cuidar una anciana. Los hijos quedaron al cuidado de una de las abuelas, con excepción de Sergei, que, tras audicionar con éxito en el Conservatorio de Moscú, se fue a un internado. Nunca volvió a vivir con su familia.
Su madre le visitaba cada año en navidad, y cada vez le encontraba diferente; más alto un año, más silencioso el siguiente, hasta que en una visita se dio cuenta que su hijo había cumplido 15 años y era casi un desconocido. La relación entre ambos se iba agrietando cada vez más en la medida que la madre hacía hincapié en el doloroso sacrificio que realizaban todos por él y en lo importante que era su éxito para la familia. Para Sergei, que nunca había pedido nada de eso, era una carga muy pesada de llevar. Amaba la música, y en cada nota de Dvorak o de Mendelssohn que extraía de su violín sentía que vibraba dentro de él alguna cuerda invisible; pero las horas de estudio eran extenuantes y la soledad, abrumadora. Sumado a esto la culpa inmerecida por el sufrimiento de su madre y la separación de su familia, su vida se iba transformando poco a poco en un sinsentido.
El padre, en cambio, jamás iba a verle, pero le enviaba largas cartas que él respondía entusiastamente. Había tanto de humanidad en el padre como de melodrama en la madre. Sus cartas estaban llenas de historias, de emociones, de preguntas que él quería contestar. Hablaba, por ejemplo, de los nuevos amigos que había hecho; de las largas noches de vino y conversación, de las penurias que muchos de ellos soportaban por la pobreza y de la alegría con la que olvidaban todo al iniciar un nuevo día. De las bellas mujeres, de las nuevas ciudades, de las increíbles noticias locales y los gobiernos. Hasta que un día el tono de su carta cambió totalmente: le dijo que se iba a España; que él ya había alcanzado la mayoría de edad y que no necesitaba del soporte económico que le habia brindado hasta entonces; que tenía una obligación moral que cumplir consigo mismo y con los hombres de su patria. Le pedía que se comportara siempre como el buen hombre que él sabía que era, que jamás traicionara sus ideales y que fuera honesto consigo mismo y con los demás. Anunció que era su última carta y que esperaba que alguna vez la vida volviese a reunirles. Le deseaba felicidad en su nueva vida de concertista y terminaba recalcando lo orgulloso que estaba de de ser su padre.
Al principio no comprendió lo que había pasado, pero intuía que se trataba de algo grave que le estaba siendo ocultado ¿Irse a España, donde ni siquiera tenía un idioma común?. Visitó a su madre, esperando tener algún tipo de noticia, pero al ver que rehusaba tocar el tema, le dijo "mi padre me lo ha contado todo". Sólo eso bastó para que, entre las lágrimas de autocompasión por el fatalidad de su destino, la madre le revelara la otra cara de su padre. Una cara desconocida, pero fascinante. Resultó ser que no sólo era un trabajador común preocupado por su hijo, sino que era un revolucionario, un agitador, una sombra encubierta y furiosa que se cernía sobre los poderosos y los despiadados. El gobierno de turno había extremado su posición y exiliado a todos los que, como él, representaban algún tipo de amenaza. Por eso no estaba. Por eso no escribiría nunca más.
Pero ¿cómo iba a renunciar él a ese padre que le resultaba doblemente querido ahora que veía su otra cara? La madre siguió su perorata, tachándolo de irresponsable, de negligente, pero Sergei ya no la escuchaba. Había tomado una determinación: iría a buscar a su padre y se uniría a su causa. Buscó apoyo en sus hermanos, pero ninguno tenía intención de seguirle. Sergei era para ellos aún más extraño que el padre al que alguno ya calificaba de terrorista. Pero no se dejó abatir: a los 18 años, ya tenía varios premios y distinciones a su haber; también contactos con gente importante que patrocinaban su carrera. Para algo tenía que servir todo esto.
Comenzó a viajar por Europa, buscando información. Algunos le aconsejaban que se mantuviese al margen y no le decían nada, pero hubo otros que le dieron señas para seguir su camino. Estuvo viviendo dos años en España con la esperanza de encontrarlo, sin ningún éxito. Pasó una temporada en Italia, donde se decía que vivían de incógnito varios revolucionarios, pero sólo consiguió conocer a una tropa de viejos fascistas. Sólo uno de ellos fue de alguna utilidad; se trataba de un hombre ya retirado de la milicia, de apellido Bianco, que se jactaba de haber despachado a más de 100 extremistas al otro mundo. Con el profundo temor de que uno de esos fuese su padre, Sergei inició la ingrata tarea de hacerse su amigo, hasta que una noche, tras meterle siete tragos de ron en el cuerpo y aguantar todo tipo de comentarios vejatorios, el exgeneral dijo algo sobre unos rusos que habían huido a sudamérica, entre ellos un tal Ivanov, pero que "ya estaban encargados". Un tal Ivanov. Perfectamente podría ser su padre.
Cruzó el Atlántico. Las dictaduras de derecha hace tiempo que ya no se veían en Latinoamérica, pero aún quedaban resabios de facciones ultraderechistas así como de grupos de extrema izquierda que pupulaban en distintas regiones. Una noche, luego de un concierto, una mujer de unos treinta o cuarenta años se acercó a su mesa y se sentó junto a él cuando le encontró solo. Con pocas palabras, y sin que nada en su gesto delatara la gravedad de aquello de cual estaba hablando, le hizo saber que le había enviado a él un amigo en común y que tenía información que podía serle útil sobre su padre. De acuerdo a lo que se sabía, había vivido en Chile un par de meses, pero viajó después a Argentina. Un contacto en la embajada chilena en ese país supuestamente tendría acceso a datos sobre su traslado. Pero para hacerse con esos papeles, primero hacía falta un dato importante: el nombre que su padre usaba actualmente para pasar desapercibido. Y eso sólo podía conseguirlo en Chile. Para lograrlo, tendría que, de alguna manera, infiltrarse en oficinas de los departamentos de inteligencia.
Sergei estuvo varias semanas dándole vueltas al asunto, sin saber cómo lograría tamaña tarea, hasta que una tarde la señora Montenegro -que era su nueva amiga- llegó radiante a visitarle:
- Tengo a la víctima perfecta.
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El caso 22
Roman d'amourUna joven detective es enviada a investigar un caso de espionaje internacional, pero nada es lo que parece. El sospechoso, un joven y atractivo violinista, da vuelta su mundo al revés, obligándola a revisar su propia historia y a lidiar con el deseo...