XIII

98 9 0
                                    

Lo que yo no sabía —a pesar de haber recorrido la costa de Weymouth infinidad de veces— era que en la cara noroeste de la isla de Portland había una pequeña hornachuela que alguien había estado habitando pero que, por causas desconocidas para nosotras, había sido abandonada no hacía mucho. La casa, apenas un cobertizo de una habitación, una cocina, un cuarto de baño y una salita de estar, no se encontraba tan mal acondicionada como en principio cabía suponer.

Jenny nos guió hasta la playa un día de finales de octubre, acabados los ataques de la Luftwaffe. Allí nos esperaba un pescador en su barca. El hombre era tan parecido a Jenny que, de haber sido mujer, se habría confundido con ella. Se trataba de su hermano gemelo, Angus. Jenny se acercó a él y le habló en una lengua desconocida tanto para Isabella como para mí; Jenny y su hermano eran irlandeses.

Deartháir, le do thoil, a chur ar na cailíní ar na oileán.

Mar a deir tú —contestó el hermano.

No entendimos ni una palabra, pero por lo que ocurrió después, supusimos que habían hablado de llevarnos a Portland. Así ocurrió: Angus nos indicó que le siguiéramos y que subiésemos a la barca. Nunca antes habíamos navegado en una barquichuela tan diminuta como aquella. Isabella había estado a bordo del Darmstadt durante el trayecto desde Bremerhaven hasta la costa meridional de Gran Bretaña, pero aquel había sido un barco grande con capacidad para muchos pasajeros. No se trataba de la misma situación.

—¿Qué crees que se debe sentir a estar ahí abajo? —me preguntó Isabella de pronto.

—¿Dónde?

—En el fondo. —Señaló hacia abajo, en dirección a las profundidades del mar, cuando ya nos encontrábamos a medio camino de la isla.

—No lo sé —contesté, a sabiendas de que estaba mintiendo. Sabía perfectamente lo que se debía sentir al estar rodeada por toneladas de agua. Otra cosa es que estuviera dispuesta a decirlo.

—Yo creo —explicó Isabella— que debe ser como no haber nacido todavía.

Me quedé de piedra. Realmente yo pensaba así: estar en el fondo del mar, ingrávida y privada de aliento y de sonido, debía ser muy parecido a estar en el útero materno, viva pero indolente a todo, incapaz de defenderte de cualquier ataque externo.

—Como estar en el vientre de tu madre —comenté yo. Y entonces Isabella me miró de una manera que no podré olvidar en la vida. Acto seguido, me dijo:

—No quiero que mi hijo se quede en el mar para siempre. 

No se lo digas a nadieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora