Piel de dragón

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25 de marzo de 1911


El calor del hacinamiento y el aire viciado que flotaba sobre las cabezas, mantenían a las cientos de mujeres con una expresión lánguida y acalorada en el rostro. Luego de la ordenanza de los dueños de la fábrica de cerrar las puertas del taller con llave para prevenir robos, muchas de las trabajadoras se preguntaba cómo saldrían de ahí en el caso de una emergencia. De sol a sol, cosían prendas en una letanía silenciosa de miedo e incertidumbre. Donatella Abbati, una joven italiana de enormes ojos verdes, pasaba la tela por la aguja recordando su gloriosa patria. Habían pasado meses desde que había llegado a América pero sentía que eran años irrecuperables. Malditas sanguijuelas del poder y del pueblo, pensaba con asco. Tantas guerras, tanta miseria se vivía en el viejo continente que no había nada más qué hacer que escapar, coger un poco de ropa, un puñado de billetes y el primer barco que zarpara hacia occidente. Así lo hizo ella, agitando un pañuelo blanco hacia sus padres quienes la miraban desde el muelle con dolorosa añoranza.

-¡Sigue trabajando!- al verla con la mirada perdida y la aguja detenida, uno de los capataces le espetó en un inglés que ella no entendía. Donatella supo que la regañaba por la pausa.

-Deberías al menos abrir una ventana con tu culo gigante, hijo de puta- rumió ella entre dientes en su italiano irreverente. La chica sentada a un lado de ella rió por lo bajo pero se corrigió al instante cosiendo más aprisa. El gringo volvió sobre sus pasos, supo que se había burlado de él y golpeó la mesa de las mujeres con su garrote haciendo temblar los fardos de ropa. El resto de las trabajadoras bajaron más sus cabezas y continuaron con su labor en completo silencio.

Así eran las deplorables condiciones de trabajo en la fábrica Triangle Shirtwaist de la ciudad de Nueva York. Con quinientos empleados, en su mayoría mujeres inmigrantes de países de Europa del Este e Italia, donde trabajaban en jornadas de nueve horas diarias más siete que se cumplían los días sábados. Todas vulnerables, con sueños rotos y esperanzas remendadas como las ropas que vestían. Ojos tristes y viejos, manos cansadas, voces que se extinguieron a mitad de sus gargantas por tragarse tanto el orgullo. Sin embargo, Donatella era fuerte, ordenada en su dinero y ahorraba gran parte de su sueldo miserable para algún día ir por su familia. Todo el mundo hablaba de la gran América y sus oportunidades y ese era su momento, pero le estaba costando mucho esfuerzo mantenerse callada y obediente.

-Hola, soy Gaetana Cadalo- una mañana, antes de la jornada laboral, la tímida chica que se sentaba a un lado de Donatella la saludó. La joven la reconoció gracias al episodio con el capataz un par de días atrás.- No habíamos hablado, no sabía que eras italiana. Yo soy de Roma.- escuchar su idioma en otra persona, conmovió a la joven de ojos verdes y le estrechó la mano junto con dos besos sonoros en ambas mejillas.

-Mi nombre es Donatella Abbati, vengo de Nápoles- dijo con seguridad y la mejor de sus sonrisas.

La fábrica estaba ubicada en diferentes pisos, octavo, noveno y décimo de un inmueble en toda la esquina noroeste de Greene Street. Mientras subían, varias compañeras de trabajo se les unieron con el mismo paso cansino y derrotado, como una procesión hacia lo inevitable. Cerca de Gaetana, Donatella escuchaba idiomas entre las demás mujeres que no pudo reconocer. Por ejemplo, quedó fascinada con la fuerte entonación de Marina Sokolov, una mujer de treinta años proveniente de Rusia, quien siempre cosía con fervor y cumplía un número superior de prendas. Era excelente trabajadora, lamentaba que nadie se lo reconociera. Al cruzar las pesadas puertas de entrada, el aroma a encierro fue un golpe en sus narices. La humedad del género se impregnaba en las paredes como si fuese una capa extra de pintura. Tres capataces conversaban con aires de grandeza mientras que las muchachas avanzaban por el ancho pasillo hacia sus puestos de trabajo, entre ellos estaba el gordo arrogante que le llamó la atención y Donatella pasó por su lado con el mentón alzado. El hombre, haciendo alarde de su ventaja, le levantó la falda con el garrote al tiempo que ella le daba la espalda. La joven italiana lo increpó sin importarle que no le entendiera y que no debía levantarle la voz de esa manera. No pudo evitarlo, era de Nápoles y el fuerte carácter venía en sus venas.

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