Añejo

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Al tipo no le gustaba tomar, pero igual le recibió la botella de vino tinto al hijo, porque bien cara que si era. Se decepcionó con el hijo por no conocerlo, pero ya estaba muy viejo para preocuparse por lo que los hijos pensaran de él. La hija, que era más astuta y lo conocía mejor, le aconsejó guardarlo para venderlo cuando ya fuera reliquia, y el tipo, que no era ningún bobo, le brillaron los ojitos negros avaros.

A más arrugas en la cara, más pesitos le iba a sacar a la botella; pero por mucho que el tipo no tomara, se enfermó el desdichado, por viejo y por salado; y el vinito quedó ahí, sin vendedor ni cliente, recostado sobre su caja debajo de la cama donde caducaba el viejo anémico.

Aún con los días contados, el tipo seguía fantaseando con cuanto podría cobrar por el vino. Y el tiempo pasaba, y el tipo se ponía más pálido, y el vino se ponía mejor.

El tiempo le llegó al tipo: o vendía la botella para comprarse un par más de años, o se la llevaba a la tumba y se la tomaba con San Pedro. Pero el tipo, entre otros arrepentimientos, decidió que debía haberla vendido hace mucho, o al menos estrellársela al hijo en la cabeza por despistado.

Entonces se sirvió un poquito en una copa que sostenía con la mano, blanca y esquelética, y se la llevó a los labios resquebrajados, a lo que añadió: "No está tan mal."

Y el letargo eterno le supo a licor agridulce.

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