capítulo único

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Encabezaba su nombre sucio como nunca había querido el diario; Yoonoh aseguraba su eternidad a la deriva, estaba hecho. Sus manos estaban embarradas de torpeza, manchadas de inocencia, enteramente apresadas entre los exigentes metales: se apoderó de él un sentimiento hórrido al no ser capaz de acariciar, como él anhelaba, las mejillas llorosas de Taeyong. Sin embargo, fue, en definitiva, más aterrador aceptar los límites de su existencia frente a la mirada perdida del mismo muchacho meses más tarde.

Yoonoh persiguió impotente, y dolorosamente agotado, las palabras temblorosas que, sin cohesión, abandonaban la boca de su amante. Llevaban al menos dos minutos compartiendo insignificantes confesiones, y se estaba cansando. Sabía lo importante que era ese día, pues lo intuyó cuando la camiseta siempre oscura del moreno, que se había convertido en una costumbre poco comentada para ellos dos, fue delegada a mantenerse en el armario y, esta vez, cambiar de lugar por un suéter azul. No era un cambio impresionante en los matices, pero la sonrisa encantadora que lo acompañaba mientras hacía su entrada aseguraba un camino diferente. Aunque ahora la misma había caído, Taeyong lucía, sin lugar a duda, resplandeciente, como no lo veía desde sus días afuera... mas él solo continuaba extendiendo el desarrollo de un acto casi tan agrio como lo era la opinión indeseada de la señora Lee.

Estaba tomando el camino largo, rodeando la bestia, cuidadoso y casi sin respirar.

—No me interesa conocer por qué tu madre cree que es un problema dormir sentado —escupió, interrumpiendo el orden de pensamientos en el mayor—. Puedes decirle de mi parte que mi cuello está en tan perfectas condiciones que soy capaz de voltearlo en trescientos sesenta grados.

—Sí... estoy seguro de lo interesadísima que estará después de contárselo. Quizás hasta lo comente en sus reuniones semanales que tiene en casa, ya sabes. Todas las señoras ese día hablan acerca de los horribles males en el cuer-

—Luces hermoso —consiguió decir y olvidar reuniones en la tarde de señoras que detestaba—. Me quedé en blanco los primeros minutos, y luego empezaste a meter a tu madre en nosotros y sentí que lo arruiné todo. Lo lamento.

Taeyong pareció considerar los tonos rojos en su piel, porque lentos y maliciosos jugaron un papel adorable, y Yoonoh estuvo orgulloso. Hace tanto que no lograba tener un momento real. Era bondadoso con su alma, y ella con él, hasta ese día, que revoloteó ansiosa igual que su corazón.

—Eres precioso siempre que estoy contigo, Jaehyun —murmuró, mirándolo—. No me gustaría perder esa imagen tuya.

—No pasará— frunció el ceño Yoonoh, confundido, pero fresco—, ¿por qué lo harías?

Voces amargas susurraron en su mente, y, tan pronto como las escuchó, el atuendo especial cobró sentido en un milisegundo, ensombreciendo el metro cuadrado que ocupaban en la sala de visitas. Yoonoh notó, con los sentidos más agudos, que Taeyong trastabillaba, temblando apenas. El frío del ventilador se adhirió a su cuerpo, congelando sus minutos y azotando sus sentimientos. 

Su condena pareció volver a dictarse, rotunda, inmisericorde.

—Dime, por favor, a qué has venido.

—A verte.

Yoonoh se rio de lo espontáneo que fue. Breve, conciso y ya se asemejaba a sus horas sumido en la penumbra de aquella noche. Las esposas se hicieron más pequeñas y le faltó la respiración en cuanto trató de abrazar, sobre la mesa, las manos sueltas del moreno, que escaparon al instante.

—¿Por qué me estás mintiendo, Taeyong?

Los cabellos marrones caían desesperados sobre el rostro bonito, pero escandalizado, como si quisieran huir también. Yoonoh estiró su presencia por la extensión de la mesa. No iba a abalanzarse. Sus manos sujetas caían sobre sus piernas, escondidas para no atemorizar. Y Taeyong se mantuvo quieto, sin inmutarse por primera vez en el día, aunque sus ojos lloraban por el acercamiento. Lo sabía.

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