Lo más curioso fue que no fui yo la primera que los vio. Unos segundos después de que salimos de la sala, Mateo apretó un poco mi mano para llamar mi atención y se ubicó justo frente a mí, justo entre Alejandro y yo. Su semblante se endureció, como si el viento o alguno de los pósteres cinematográficos a nuestro alrededor le acabaran de decir una mala noticia. Mi novio estaba claramente preocupado. Y no era para menos: la última vez que esos dos coincidieron la escena terminó muy mal para todos.
Del otro lado fue la pelirroja quien me descubrió primero. Lo supe porque justo cuando nuestras miradas se encontraron, como si esa hubiera sido la señal que esperaba, abrazó a Alejandro por el cuello y le dio un beso que sin duda hubiera sido apasionado de no ser porque no cerró los ojos.
―No, Anabel ―murmuró Clara con el mismo tono que se usa con un cachorro que se prepara para corretear al gato.
―¿Quién es? ―preguntó Javier al darse cuenta de que los tres mirábamos de reojo en la misma dirección.
El problema no fue la pregunta, sino el volumen.
Clara se puso de puntillas para decirle algo directo al oído. Las cejas de su novio se levantaban más y más, como dos globos aerostáticos que se llenan de aire caliente, conforme escuchaba un resumen de mi historia.
«Estás aquí con Mateo. Estás aquí con tu novio», me dijo la otra Anabel desde el cristal en donde estaba una flecha que apuntaba a la salida de emergencia. Respiré profundo tres veces y me agarré bien del brazo de mi pareja, lista para un mutis triunfal, y me encaminé con rumbo a la salida. Lo único negativo era que ellos, Alejandro y su pelirroja, estaban en la misma dirección.
Un intenso y familiar aroma se impuso al de las palomitas, removiendo mis recuerdos. Era la loción de sándalo y lavanda que le regalé a Alejandro en la última navidad que pasamos juntos en la casa de sus papás. Nunca olvidaría la expresión en su rostro cuando abrió su regalo y en lugar del videojuego que tanto quería, encontró esa botellita de cristal con la forma de una herradura. Sus padres festejaron mi buen gusto y él me agradeció con un beso distraído antes de poner la loción sobre la mesa y olvidarla durante el resto de la velada.
Aquello fue una broma: ya cuando llegamos a su casa le entregué sus verdaderos regalos. Su videojuego y una pequeña tarjeta que aprendí a hacer en un tutorial de Youtube en la que le dije que esa noche haría TODO lo que él me pidiera. Lo recordaba demasiado bien. Mientras él releía la tarjeta, yo me quitaba la blusa y la falda para revelar un hermoso conjunto de lencería color rosa intenso con detalles en negro que Clara me había ayudado a elegir de mala gana apenas unos días antes.
A la mañana siguiente, Alejandro estaba feliz y me prometió que usaría la loción que le regalé sólo en ocasiones especiales, sólo cuando quisiera recordar aquella maravillosa noche conmigo.
Al inhalar de nuevo, no pude evitar sentirme un poco traicionada.
Tragué saliva. Estábamos a mano: después de todo yo traía puesto el pantalón que a él le encantaba que utilizara cuando salíamos a pasear por el centro histórico de la ciudad. Sin embargo, sabía que no era saludable concentrarme en eso. Me acerqué todavía más a Mateo y llené mis pulmones con su aroma a maderas finas.
O bien Alejandro no me había visto, o era mucho mejor actor que yo. Él y la pelirroja reían. La de él era una risa natural, franca, casi inocente; mientras que la de ella era tosca e innecesariamente ruidosa. Por un momento me atravesó la idea como un alfiler al rojo vivo de que no se reía de los chistes, sino del recuerdo que nos unía, de ese momento cuando los descubrí en el departamento de mi ex. Apreté los labios.