[13/9 16:32]
Mantenía la vista clavada en el infaltable cigarrillo marchitándose en mi mano derecha. El humo haciendo pequeñas figuras imaginarias que se escabullían por el recoveco entre el alféizar y la ventana.
La camisa de papá cubría mi pálida piel hasta la altura de las rodillas.
Prenda que había robado antes de fugarme a la deriva, como si la huída de casa hubiese solucionado algunos de los problemas que traía ser una adolescente conflictiva.
Tres colillas yacían solitarias en el suelo, junto a las cenizas que palidecían las baldosas color borravino.
El tic tac del reloj en la pared, estaba torturando mis pensamientos que, a las 3:00 de la madrugada, se acumulaban y hacían remolinos dentro de mí ofuscada conciencia.
Y sin darme cuenta, otro cigarrillo se hallaba encendido dándole fin a la etiqueta que había comprado por la tarde.
Pasar la noche no me sería fácil sin la factible nicotina que producía esa instancia de "relajación" momentánea.
Esquivando el regadero de papeles arrugados sobre la alfombra y saltando algunos envases de comida chatarra, tracé mi camino hasta la habitación.
En busca de algo decente, y limpio, para poder salir a la calle en condiciones.
Abrigo en mano, llaves, un moño desprolijo y algo de dinero comprendían toda mi aventura de la sexta noche que llevaba lejos de mi familia.
La cuadra estaba desierta.
El silencio era tan abrumador que podía sentir como mis pulmones se ensanchaban cada vez que inhalaba el aire helado y lo soltaba haciendo volutas de vapor que se perdían apenas salían de mi boca.
No tenía certeza si el almacén estaría abierto a ésta hora, pero no perdía nada con intentarlo.
Me encontraba sola, aburrida y ya no había nadie que me restringiera el acceso a una cajetilla de cigarros o a un buen vodka para pasar el rato.
En el fondo la culpa estaba carcomiéndome.
Pero si algo no dejaba que me derrumbase en éste instante, era mi orgullo.
Nota mental: Nunca tomes los atajos.
El cielo parecía haberse vuelto una gruesa capa de nubarrones amenazando con destruir lo poco que quedaba entre los pequeños espacios dónde el manto negro estaba estrellado.
En el instante que surqué de un salto los adoquines desgastados para adentrarme en el pequeño pasaje, el silencio se vió corrompido por otro par de pisadas.
Qué parecían haber esperado el momento exacto, como un felino, para saltar agazapado.
Usando el sonido hueco de mis botas como coartada para no destacar en la taciturna noche.
Algo me decía que girar la cabeza para ver quién era sería estúpido, quizás no era nada. Quizás simplemente mi necesidad de contacto humano hacia que mi imaginación llegara a tal punto de pensar en alguien caminando detrás mío.
Divagando en donde pasaría la noche siguiente, mis pies se frenaron automáticamente delante de el almacén. Cerrado.
Mentiría si dijera que no me dolió la patada furiosa que le dí a la persiana metálica del pequeño puesto de ropa para hombres, que al momento era lo más cercano que se encontraba para descargar un poco de la frustración.
Esa rabia que guardaba no sólo por mi caminata nocturna, sino también por todo el transcurso de la semana.
Bastó escuchar el inconfundible crisol de traqueteos de Hearvy para girarme a la velocidad de la luz en dirección al sonido.
El pequeño escarabajo modelo 56, apodado Hearvy luego de una intensa sesión de películas viejas, estaba reluciente e impoluto.
Aparcado casi llegando a la esquina contraria.
La raída lámpara que cercaba el final de la acera, proyectaba surcos de sombras. De las cuáles una tapaba la mitad del rostro de la persona que se hallaba sentada en la butaca de cuero de mi recién arreglado auto.
A grandes zancadas y sintiendo la incipiente llovizna que comenzaba a poblar cada centímetro de mi abrigo rojo, caminé hacia el intruso que se había tomado el atrevimiento de adueñarse de algo que me había costado muchísimo esfuerzo.
Dos golpes en la ventana del acompañante fueron suficientes para que una enorme figura revestida por un desgarrado pantalón de jean y una campera deportiva saltarán hacia mí, tapándome la boca con una callosa mano.
Los largos y ásperos dedos cubrían casi la mitad de mi rostro, haciendo que olfateara el nauseabundo acre que desprendían unas manos bañadas en... ¿Lejía?
Mi conciencia fue reduciéndose a nada en cuestión de minutos.
Los últimos recuerdos que el apogeo de mi mente pudo captar, fue el capó del escarabajo cerniendose sobre mí y sofocando con olor a hollín el poco oxígeno que quedaba allí dentro.
Recobrarme me llevó, a mi parecer, horas.
Mis ojos apenas se acostumbraban a una cegadora luz que daba directo hacia mí.
Sentía más frío... Todo mi cuerpo dolía.
Estaba sentada en un enorme galpón. Podía afirmar que era la carretera oeste, adentrándose en el bosque.
Las ramas de los árboles producían un ensordecedor chillido al tocar con sus frágiles extremos el techo de chapa.
Mi saco no estaba, tampoco mis zapatos, ni mi sudadera.
Adolorida y con la cabeza dando mil vueltas, pude atisbar por el rabillo del ojo otra vez al hombre.
–¿Quién eres? ¿Por qué me trajiste aquí? –mi voz sonó más rasgada de lo normal, como si un nudo se hubiese establecido en mi garganta con la intención de quedarse.
No obtuve una respuesta, pero estaba más que segura que él me había oído.
–¿No piensas responderme? ¿Debo sacarte las palabras a golpes? –solté esa risa burlona, tan característica de mi soberbia.
Y fué en ese momento donde escuché una carcajada que resonó estruendosa en mis oídos, poniéndome la piel de gallina y los pelos de punta.
El sujeto se incorporó, dirigiéndose hacia mi sin titubear.
Sentí la presión de su antebrazo en mi cuello, levantándome del suelo con un ágil y despreocupado movimiento.
–No importa quién soy, lo que importa preciosa... Es quien eres tú. Tú eres mía.
Y de repente unas manos que no eran conocidas cubrieron de caricias mi cuerpo.
Labios que no eran los míos recorrieron mi piel, adueñándose a su paso de la inocencia de ninfula que me quedaba.
El dolor que sentía en las cuerdas vocales de gritar no podía compararse con el malestar que subía por mi pecho.
Desnuda ante un hombre que no era el que yo amaba.
Sus dedos trazaban mi existencia, marcandome como suya.
El terror se había instalado en mi mirada, que se perdía cada vez que sus ojos amenazantes observaban mi cuerpo con el deseo de un caníbal.
Caníbales de la noche, sin la empatía de ver a la pequeña niña indefensa detrás de esa lúgubre armadura.
–Mamá... Papá... Por favor. Lo prometieron... Jamás me dejarían. –el mantra de súplicas a esos padres inexistentes se repetía una y otra vez– Por favor... Sólo quiero irme... Mamá, papá. Saquenme de aquí...
Y lo que me quedaba de cordura se vio aplastado por una cremallera bajando.
Reencarnado en el sacrilegio de eso que me robaban, de esa elección que hoy me quitaba el amanecer para convertir la noche estrellada en el calvario de mi corazón de seda.
Los gritos cesaron.
Las manos se fueron.
Ya no era suya, era mía.
La postura encorvada, en el frío cemento de un rincón solitario.
Un portazo indicándome que, otra vez, me encontraba sola.
El pequeño hilo rojo que bajaba por mis piernas.
Y el alma de niña que había muerto en manos desconocidas.
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Historias de un jinete de dragón.
RandomSoy un simple ratón de biblioteca que decidió plasmar en tan corta existencia sus más sinceros relatos. Mantengo viva la devoción por esos simples placeres que me provoca la escritura, enardezco mi alma buscando sonrisas a través de un papel. Es l...