las chicas de alambre

1.4K 12 2
                                    

Aquel día me dormí.  Había estado trabajando hasta tarde, terminando un artículo no demasiado brillante sobre 

la moratoria para la caza de ballenas y el hecho de que noruegos y japoneses se la pasaran 

por  el forro  cuando les  convenía. Me  caen  bien  las  ballenas. Pero  el  problema  es  que 

cuando algo me afecta, pierdo la visión periodística, dejo de ser objetivo, tomo partido y 

entonces...  acabo  escribiendo  panegíricos  bastante  densos.  Ideales  para  los  boletines 

informativos de Greenpeace o de Amnistía Internacional, pero no para una revista.  Aunque la dueña sea tu propia madre.  Por esa misma razón, ese día, al despertar a las diez de la mañana, me quedé sin aliento.  No por ser Paula Montornés la propietaria y directora de Z.I. tienes más privilegios que 

los demás o puedes hacer lo que te dé la gana.  Me  aseé,  duché  y  vestí  en  diez  minutos.  Ni siquiera  desayuné.  Dejé  mi  desordenado 

apartamento  a  la  carrera  —es  tan  pequeño  que  cualquier  cosa  fuera  de  sitio  ya  crea 

sensación de desorden y caos— y llegué a la redacción pasadas las diez y media, porque 

no quise saltarme ningún semáforo pese a preferir la moto por razones obvias. La primera 

sonrisa de la mañana me la dirigió Elsa, sentada como siempre al frente de su mesa en 

forma de media luna, debajo del logotipo de la revista inserto en la pared situada a sus 

espaldas. Nos llevábamos bien. Bueno, aunque Elsa sea la recepcionista de Z.I., lo cierto 

es que me llevo bien con todas las recepcionistas y telefonistas que conozco. Son la clave 

para acceder a sus jefes, para que te digan si están o no están, o a qué restaurante van a ir 

a comer o cenar. Ellas, y las secretarias. Un buen periodista debe saber eso.  —Buenos  días, Jon  —me  deseó,  antes  de  darme  directamente  la  noticia—:  Tu  madre 

quiere verte ya mismo.  Me olí la bronca. Mamá es de las que aterriza en la oficina a las nueve en punto. Como 

un reloj.  Ella no actúa «fuera», claro. Ya no ha de tomar aviones, ni quedar con gente que vive 

lejos, ni...  —¿Cuándo ha dado la orden de busca y captura? 

—Hace una hora. Y la ha repetido hace veinte minutos.  Eso era mucho. Me la iba a ganar. Despedirme, no podía despedirme, pero casi.  Ni siquiera fui a mi mesa. Tampoco tenía nada para dejar en ella. Mientras caminaba en 

dirección al Sacrosanto Templo Central de la casa, le dejé  el disquete con el artículo a 

Mariano,  el  Hombre  Para  Todo.  No  tuve  que  decirle  nada.  Ya  lo  tenía  metido  en  el 

ordenador antes de que yo diera tres pasos más.  Llamé a la puerta del despacho de mi madre y, tras abrirla, metí la cabeza, sin esperar una 

respuesta procedente del interior. Ahí sí tengo privilegios. Una vez,  al morir mi padre,  ella me dijo: «Mi puerta estará siempre abierta para ti, hijo. Recuerda que soy tu madre.» 

Y nunca lo he olvidado.  Estaba de pie, apoyada sobre la pantalla luminosa, examinando unas diapositivas con su 

buen ojo profesional. Ya sabía que era yo, porque no se movió. Me aproximé a ella. Las 

Has llegado al final de las partes publicadas.

⏰ Última actualización: May 17, 2014 ⏰

¡Añade esta historia a tu biblioteca para recibir notificaciones sobre nuevas partes!

las chicas de alambreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora