Antes de las 5 am mi padre se había bañado, vestido e ingeniado para encontrar el café y preparar dos tazas mientras gritaba a moderado volumen "alza arriba". Típica frase del argot marinero para despertar a los grumetes, que iba acompañada de un sonido de silbato que él imitaba muy bien con la boca. Me levanté como si hubiese estallado una granada bajo mi cuerpo, con la sensación de que tenía 12 años, sintiéndome culpable por domir demás. Me iba a quedar del colegio. El bus ya habría pasado, mi mamá me iba a sacar de la oreja hasta la puerta de la casa...Largos segundos después caí en la cuenta de que era un tipo soltero, profesional, que vivía solo en una habitación grande con una cocineta, un baño, un sofá y una cama semidoble haciendo un trabajo pagado por el gobierno en un pueblo remoto lo más lejos que había encontrado (aún dentro de la civilización) de la ciudad de sus padres en conflicto.
Una vez fui consciente de todo esto, recordé que mi padre había llegado de manera algo altisonante y ridícula al pueblo donde había encontrado mi anonimato y placidez, a incomodarme; a traerme de vuelta al mundo que había abandonado y al que no quería pertenecer. Puede que las aventuras de su juventud me hubiesen inspirado alguna vez, pero haciendo sumas y restas, su vida había llegado a los 70 en ceros si hemos de ser rigurosos y honestos. Bueno, en ceros y con un Willys modelo 54 en el que había recorrido 400 km hasta donde yo me ocultaba para saber si el motor estaba bueno.
Poco después recordé mi promesa y se me ocurrió llevarlo por alguno de los caminos que llevaban a las montañas que rodeaban el pueblo. Luego tomaríamos una de la vías terciarias y podríamos llegar donde un amigo que tenía una finca por esos lares. En algún lugar habría un poco de barro donde mi padre pudiera pasar un par de veces su jeep y recordar cuando los bajaba en Cartagena de los barcos anfibios, mientras imaginaba que era parte del desembarco en la playa de Omaha el día D durante la segunda guerra mundial. Sólo había que atravesar uno de los barrios periféricos, pobres y de carreteras destapadas, para tomar cualquiera de esas vías.
Nos dirigimos hacia allá. Cuando empezamos a cruzar por el barrio aquel, a pesar de ser de mañana, se percibía en el aire, aparte de los olores a arepa y chocolate que emanaban de algunas casuchas, una sensación de peligro, alimentada por la fama que tenía esa parte del pueblo. Efectivamente las calles eran destapadas con unos huecos monumentales, hasta tal punto que allí transitaban generalmente carretas tiradas por caballos. Había llovido la noche anterior y estaba el camino que atravesaba el barrio lleno de charcos quietos que no permitían saber si había o no algún hueco profundo donde pudiera quedar enterrado antes de tiempo el carro de mi padre. Como era muy poco usual que por allí transitara alguna clase de auto, poco a poco fueron saliendo de sus casas sus habitantes llamados por la curiosidad derivada del ruido que hacíamos al pasar por allí.
El recorrido por las calles era realmente malo. Mi padre manejaba con lentitud, pero asumía con entusiasmo cada charco que encontraba en el camino. En un momento dado paró en lo seco, se bajó, aseguró de cada lado la "rueda libre" y accionó adentro las palancas de la doble transmisión, pues podría necesitarla, no luego, cuando llegáramos a la finca de mi amigo, sino en esa parte del trayecto. La gente no paraba de salir de sus casas para mirar. Mis nervios empezaron a crisparse.
La "doble transmisión" era algo así como mágico, increíble, una suerte de super poder que tenían los Willys. Desde niño oía hablar a mi papá de la tal "doble", las aventuras que pasó y que gracias a la "doble" pudo superar, los riscos que remontó, las montañas que conquistó y las selvas que recorrió en sus épocas de militar; de tal manera que cuando accionó las palancas para ponerla a funcionar, ese gesto, más la cara seria y de concentración que puso al mirarme fijamente a los ojos, como diciendo: "sujétate que esto va a comenzar", pude entender que el asunto tomaba un giro distinto que no tenía nada que ver con el estado del motor del carro.
Con la cara seria avanzó por la calle enlagunada y resbalosa mientras el jeep nos zarandeaba de un lado al otro. Yo, por supuesto iba concentrado en el camino, con ganas de salir de ese sitio peligroso y poder entrar a la carretera. En un momento dado, agarrado firmemente a la manija de seguridad del frente del pasajero para no salir despedido por la vieja puerta de lona, miré hacia atrás por el espejo retrovisor, cuando caí en la cuenta que a pié nos seguía ya una turba de gente en botas de caucho algunos, otros en zapatos raídos con los pantalones embarrados y viejos. Mi corazón empezó a palpitar aceleradamente y no tuve más que decirle a mi padre que fuera más rápido. Me miró rápidamente para no desconcentrarse del camino y me dijo: "calma".
En eso se descubrió al frente un charco grande y mi padre sin pensarlo dos veces se lanzó allí con fiera decisión. En la mitad del recorrido el carro quedó atascado. Era más profundo de lo normal. El agua inundaba el piso del viejo carro mientras la gente rodeaba el charco. Mi padre puso marcha atrás a lo cual el auto respondió retrocediendo un medio metro tal vez, e inmediatamente puso la marcha adelante y aceleró. Las llantas de adelante y atrás empezaron a diluviar barro mientras el carro patinaba. Mi padre bajó la aceleración y de nuevo paulatinamente la incrementó esperando que en la lenta recuperación, las llantas tuvieran algo de agarre y el carro avanzara. El Willys bufaba como un toro. Empezó a corcovear mientras sacudía barro y agua y se inclinaba peligrosamente a un lado y al otro. El ruido del motor intenso y alto, las nubes de vapor que salían del capó, el barro que las cuatro llantas lanzaban hacia atrás como tormenta marrón y la gente rodeándonos, me tenían los puños blancos por la fuerza de agarre a la manija de seguridad que tomaba para no caerme en cada sacudida.
El jeep salió al otro lado destilando sudor. Mi padre se asomó a la ventana y recibió con altivez y una buena sonrisa la gritería y el aplauso de todos los habitantes del sector que estaban pendientes de su hazaña. Todos se acercaron y quisieron abrazarlo. A todos les sonrió y les tendió la mano. ¡Un carrazo! gritaban algunos. Casi nadie pasa por ahí, dijeron otros, la semana pasada nos tocó ayudar a sacar un camión. Nos despidieron felices, con deseos de buena suerte y muchos gritos de ánimo. Media hora después llegamos a la finca de mi amigo a tomar café y, por lo menos yo, a bajar la adrenalina.
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El Viaje®
AventureUna travesía de dos hombres que genera unas aventuras a primera vista intrascendentes, pero que permiten redescubrirse el uno al otro de una manera muy profunda.