Una reunión familiar

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Todo comenzó una fría tarde de noviembre. Yo, como era habitual me disponía a regresar a casa tras un duro día de clases.

Vivía en un pequeño pueblo rodeado de un extenso bosque que estaba únicamente comunicado con la ciudad por una larga carretera que de tanto en tanto recorría el autobús que cogía todos los días

Cansado como estaba, me senté en un banco, arrebujándome en mi grueso abrigo, deseando acabar con aquella larga espera.

Al rato, atravesando la oscuridad que comenzaba a cernirse sobre el lugar con sus grandes focos delanteros, apareció el autobús.

Se trataba de un pequeño vehículo relativamente moderno, que dando un fuerte frenazo, se detuvo justo a punto de pasarse la parada. La puerta se abrió con un suave suspiro y el conductor procedió a validarme el ticket mientras lanzaba un comentario jocoso, que no tuvo más respuesta en mí que una leve sonrisa forzada.

Mientras la puerta se cerraba y el autobús se ponía en marcha me derrumbé sobre uno de los asientos forrados de tela verde que había en la parte delantera y, tras acomodarme, me dispuse a centrar mi atención en una novela.

Todo estaba tan tranquilo como siempre, el conductor canturreaba una pegadiza melodía mientras el vehículo chirriaba con cada curva de la intrincada carretera.

A mitad del viaje comencé a oír un leve y repetitivo sonido que procedía de la parte trasera del autobús, donde se encontraban otro grupo de asientos.

-Toc...toc...toc...toc

Será un ruido más, me dije, pero aquel golpeteo parecía demasiado periódico como para provenir del transporte.

-Toc...toc...toc...toc. Continuaba sin cesar.

Ya extrañado decidí asomarme al pasillo central que cruzaba a lo largo el automóvil, y vi el origen de aquel extraño compás. Se trataba de una abuelita con aspecto menudo y frágil que se movía en mi dirección a golpe de bastón emitiendo aquel sonido que había llamado mi atención.

La mujer continuó su rítmico andar hasta colocarse a mi lado, momento en el que procedió sentarse en el asiento contiguo al mío.

Aquella situación me pareció de lo más extraña, ya que en muy pocas ocasiones contaba yo con más compañía que con la del autobusero en mis solitarias idas y venidas, pero supuse que dada la baja estatura de la mujer, lo más probable es que no la hubiera visto al entrar.

Decidí centrar de nuevo mi atención en el libro, pero había en aquella viejecita algo que me perturbaba y me impedía concentrarme.

Su pelo era escaso y grisáceo, y permanecía semioculto por un oscuro pañuelo que llevaba anudado a la cabeza; su piel era blancuzca y aunque arrugada en el resto del cuerpo parecía estirarse sobremanera en la zona de la cara, como un cuero viejo mal curtido; sus manos eran delgadas y sus dedos huesudos, terminaban en unas largas uñas pintadas de negro. La piel de estas era casi transparente, pudiendo observarse bajo ella un entramado de venas que corrían como gusanos azulados por un cadáver putrefacto.

De ella emanaba un olor rancio y agrio a la par que dulzón, más propio de algo muerto que vivo.

Consternado como estaba, no podía parar de lanzar furtivas miradas por encima del libro cada poco, al tiempo que los dedos de la abuelita, como si de las largas patas de un arácnido se tratara se movían danzando de manera impaciente sobre el bolso de la mujer.

De pronto, sin previo aviso, al girar la cabeza con la mayor discreción posible para seguir observando a mi compañera de viaje mi corazón dio un tremendo vuelco y tuve que contenerme con todas mis fuerzas para no soltar un agudo grito.

Una reunión familiarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora