En media hora pueden pasar muchas cosas.
Si se compara con el resto del tiempo en vivido en todas y cada una las etapas del hombre, tal vez treinta minutos no sean más que un suspiro del universo. Un parpadeo. Algo insignificante. Al fin y al cabo, ¿qué se puede hacer en media hora? Alguien podría mandar una carta, un enamorado tal vez compre una o mil flores, los dinosaurios se podrían extinguir y, sin que la manecilla del reloj haya pasado su ecuador, un tsunami sepultaría la vida de millones de personas.
No obstante, Roberto Benítez empleaba su media hora en dormir.
Dicho así suena superfluo, pero nada más lejos de la verdad. En el tiempo en el que un caballero mata a un dragón y un superhéroe derrota al villano, Roberto cierra los ojos y se da el lujo de una cabezadita. Él es un héroe a su manera, el perfecto caballero del siglo XXI. Su armadura es un uniforme de un oficio que ni siquiera le gusta, va armado con un contundente maletín de negocios y su atractivo porte consiste en una barba desaliñada de varios días.
La vida de Roberto tampoco es fácil. Por la mañana tiene que ganarse con el sudor de su frente y las llagas de sus dedos el sustento con el cual poder permitirse mantener a su familia. Dicha familia sólo cuenta de un miembro, pero Roberto ama a su madre. Es mayor, y el alzhéimer había tenido la piedad de impedirle recordar el dolor que emponzoñó su corazón cuando su marido falleció. Roberto sabe que la situación en el país es difícil, ¡la televisión se encarga de recordarle diariamente lo mismo! Por ello nadie escuchará ni una protesta salir de sus labios, a pesar de que tenga tan sólo unas pocas horas antes de que sus clases nocturnas empiecen puntualmente a las 18:00. Roberto quiere ser abogado. Escuchó hace tiempo que se gana mucho dinero defendiendo a los criminales, y él quiere que su madre nunca tenga que preocuparse del costo de sus medicinas. El precio de ser un héroe es que cada día que pasa, las ojeras se hunden más y más en sus mejillas.
Por eso aprovecha esa media hora. El trayecto de su piso a su trabajo, treinta minutos de reloj. A veces, los únicos instantes del día en los que puede descansar.
Aquella noche en particular ha sido mala. Pésima. Había pasado buena parte de la madrugada en el hospital, en urgencias, porque su madre había resbalado en la ducha y se había roto la cadera. Al volver, había invertido las dos escasas horas que le restaban en teclear furiosas teclas del ordenador. La presentación de su jefe no podía faltar, y el trabajo es algo que no se puede permitir perder. Roberto entrecierra los ojos, en la deliciosa bruma del sueño, cuando algo le sobresalta.
Verde y rojo.
Parpadea, confuso. Pero continúa viendo verde y rojo tras sus pupilas.
Lentamente arrastra su mirada hacia delante. Un hombre que ronda los cuarenta años,
párpados pesados y cabeza con pelo a medio caer, vestido todo de gris. Dos extranjeras que parecen haberse perdido y que miran la línea del recorrido del metro como si fuera a indicarles con saltarines rótulos de neón dónde está la Sagrada Familia. No, esas tampoco.
Roberto posa sus ojos en el cuarto asiento.
Una chica, tal vez un poco menor que él, pelo que cae en ondas perfectas sobre su impoluta chaqueta y pintalabios aplicado con un rigor militar. Roberto baja la vista. Allí, bajo el dobladillo de los pantalones acabados de planchar, asoma el rojo y el verde. Calcetines desparejados de los que cuelgan dos botines sin una sola mota de polvo.
Roberto cierra los ojos e intenta dormir, en vano. La imagen de la chica revolotea por su
conciencia, como si de una molesta mosca se tratara. Incapaz de ignorar su molesto zumbido, entreabre los párpados y observa. Calcetín verde, calcetín rojo.