Los lúgubres escalones que conducían al ático se hallaban llenos de muescas, las baldosas de suelo hidráulico, descoloridas, eran una muestra del pasar de las décadas y la barandilla de hierro forjado, cubierta por una gruesa capa de óxido, bailaba, como si amenazara con desprenderse.
Cuando llegó al último peldaño y abrió la gruesa puerta de hierro decorada con motivos florales, esta chirrió, un quejido que resonó por todo el edificio. El hedor a óxido y a cerrado se le hizo insoportable, y aún conteniendo la respiración no pudo evitar frotarse la nariz, era alérgico al polvo.
Aún tuvo que atravesar otra puerta antes de salir a cielo descubierto, uno turbio y encapotado que avecinaba tormenta. Lamentó no poder vislumbrar las estrellas, pero aún así, se sentó en el suelo, levantó el mentón y posó sus ojos en el cielo, perdiéndose en la inmensidad del firmamento.
El frío invernal había llegado a la ciudad condal para quedarse, el vaho que salía de su boca al exhalar era una clara muestra del descenso de las temperaturas y sintió la imperante necesidad de encenderse un cigarrillo y darle un trago a la botella de ginebra que guardaba en su mochila. Dio un trago largo y suspiró, no era muy propenso a emborracharse pero era veinticinco de diciembre y ante la soledad y la tristeza que le envolvían en esas fechas señaladas determinó que el alcohol mitigaría la pesadez de su corazón.
Había transcurrido un año desde que llegó a Barcelona para ganarse la vida, en su país de origen las cosas no iban bien, los jóvenes no tenían futuro, la situación en las calles era convulsa debido a las revueltas estudiantiles y la corrupción del gobierno sólo empeoraba las cosas. Estos motivos fueron los que le llevaron a dejar a su madre y hermanos atrás, pero al menos ahora podía enviarles dinero, aunque no mucho, el coste de vida era muy elevado. La situación política en España tampoco era buena, corrupción, precariedad y sueldos miserables, aunque al menos las calles eran seguras y tenían una sanidad pública, aunque algo saturada. En realidad, ambos países no eran tan diferentes, ahora lo sabía, pero cuando llegó y se dio de bruces con la realidad ya era demasiado tarde para lamentarse.
Le dio otra calada profunda al cigarrillo y dejando la botella de licor atrás, se acercó a la baranda de piedra para luego apoyarse en ella, sintiendo el frío tacto de la piedra que atravesaba su fina chaqueta. Desde allí podía vislumbrar la iluminaría navideña de las calles circundantes a Las Ramblas, llenas de luces cambiantes y en movimiento que tanto le aturdían y que ahora, con la distancia, se desdibujaban entre el gentío que se arremolinaba en las calles provocándole una sensación asfixiante.
Una ráfaga helada apagó su cigarrillo. Sacó un zippo de su bolsillo derecho y lo abrió provocando el chasquido del metal. Una llama gruesa apareció, y cuando acercó el mechero a la punta negruzca del cigarrillo notó el calor y el olor del gasoil en su nariz. Aquel mechero era su más preciado tesoro, y no por qué realmente fuese costoso, sino por el valor sentimental que este poseía. Había pertenecido a su abuelo, un regalo que recibió durante la milicia, y que había pasando de generación en generación hasta llegar a él. Lo sostuvo en sus manos y acarició con las yemas de los dedos las palabras Tempus fugit, que habían sido grabadas décadas atrás y que ahora lucían desgastadas, perdiendo cierta legibilidad. Sonrió para sí antes de darle otra calada al cigarrillo mientras se perdía en tiempos pretéritos, cuando se abuelo todavía vivía y solían mantener conversaciones trascendentales bajo una humareda negra y densa que su abuelo exhalaba de los gruesos puros que solía fumar y que los envolvía a ambos, mientras se mecían en las toscas sillas del porche.
El teléfono móvil sonó devolviéndole a la realidad. Número desconocido. Descolgó.
—¿Si? —preguntó con cierta ansiedad.
— Estamos todos bien Carlos, siento no haberte podido llamar antes —pronunció la voz al otro lado del teléfono. Era su madre. Él enmudeció, demasiadas emociones contenidas.Tres días atrás, había visto con horror por las noticias como un incendio había asolado una parte de su país, incluso lo poco que quedaba de su pueblo había aparecido en una de las retransmisiones. Ante la imposibilidad de localizar a su familia se temió lo peor. Desde entonces no había podido dormir, se había pegado a su teléfono día y noche esperando una llamada que tardó demasiado en llegar.
—Feliz Navidad mamá —balbuceó en un intento de reprimir las lágrimas y el moqueo de su nariz. Para cuando su madre le respondió, ya había empezado a nevar.