El Árbol de Flores Amarillas

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En el mundo de los muertos hay ciertos lugares que están prohibidos, mi favorito de ellos es la región de Hedoné. Aquel lugar es uno de los pocos en el cuál nadie podrá estar de acuerdo, ya que todos experimentan el placer de una manera diferente, aunque como el sentimiento es el mismo, todos coinciden en que allí hay un árbol de flores amarillas.

Mi Hedoné es igual al patio de mi primario, con enredaderas en las paredes y arbustos entre los que juegan los niñxs, exceptuando por un rincón donde habría un deteriorado tronco de árbol y en su lugar hay un epicúreo árbol de flores amarillas. He subido a él una vez, pero es tan bello que sería impropio para la lengua humana poder describirlo. Si alguien me lo pregunta, sólo me atrevo a decir que es el cajón donde uno conserva sus placeres, desde el roce con una sábana suave hasta un viejo recuerdo perdido entre los atardeceres de la memoria. Ningún bosque entre los muertos, y mucho menos entre los vivos, posee árboles como éste y lo que digo no es una mera suposición, sino que es una afirmación que puedo fundamentar, porque los he visitado todos.

De hecho, fue hoy mismo cuando estaba hablando con el tren del inframundo del famoso árbol del placer. El pobre siempre está atareado con sus constantes viajes a la Tierra, transportando de un lado a otro las almas de los muertos y obedece al pie de la letra las normas de nuestro rey, Hades, convenciéndose de que el deleite es sólo para los vivos. Le relaté mis escasos viajes al Hedoné, confiado en que no sería capaz de infundirme castigo, pero cuando acepté un paseo en su vagón trasero supe que algo malo sucedería y que ya sería inútil intentar evitarlo.

El tren del inframundo lucía como los trenes de los vivos, sólo que por dentro tenía la textura de un edredón y no tenía ventanas, lo que hacía que se sintiera como una carpa errante. El último vagón casi siempre está vació, por eso es el que yo habitualmente utilizo, y además tiene una pequeña abertura que permite observar el paisaje, la cual desde aquel día no dejé de maldecir.

Desde el inicio del paseo, la abertura sólo me enseñaba las cientos de montañas  color carbón que había en el exterior, fue demasiado tarde cuando me dí cuenta de que nos dirigíamos al Lago de las Algeas. Aquella región era tal vez una de las más temidas, se encontraba en el lado opuesto al Hedoné y aunque no estaba prohibida, no era frecuentada. Allí vivían los espíritus del dolor y si escudriñabas con la mirada en sus aguas con recordarías tu muerte de la forma más exacta posible, pues algo en lo que todos los muertos coinciden es que el día en que murieron fue el peor y más doloroso de sus vidas.

Cuando el miserable tren se detuvo ya no podía apartar mis ojos de la densa niebla que cubría el lago. Me vi ahorcándome con un cinturón. Sentí el dolor de la escena simplemente viendo la triste imagen, me sentía tan cerca de mi propio llanto a pesar de estar tan lejos y podía oír las risas socarronas de Ezis y Pentos en mi cabeza.

Me desperté sobresaltado.

Estaba durmiendo en la casa de un viejo amigo, él se había despertado algún tiempo antes que yo y me contemplaba con atención.

--¿Te pasó algo? --me preguntó.

--Nada en especial --respondí con disimulo--. Di un paseo por el mundo de los muertos.

--¿Y que hay ahí?

--Sólo un simple árbol de flores amarillas.


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