Aurora

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Muchos ignoran mi nombre, pero todos conocen mi historia. De cómo tres ilustres hadas me regalaron gracia y belleza, y en mi decimosexto cumpleaños caeré en un siglo de sueño tras haber herido mi dedo con el huso de una rueca, del cual sólo despertaré al calor del primer beso de verdadero amor.

Al próximo amanecer, la profecía se verá cumplida. En mis aposentos, desde la torre más alta del castillo, puedo ver cómo la oscuridad vaga por la ciudad y con ella, la plebe duerme tan sosegadamente que no se oye ni un solo sonido, casi igual que día, pues el silencio y el hedor son lo único que ni el Sol ni la Luna hacen desaparecer. Bajo innumerables llaves y pasadores la puerta de mi habitación, sin nada más que hacer, espero junto a la ventana una señal de las estrellas de que la tejedora llegará y congelará mi futuro en cien largos años, tal como lo vaticina el embrujo.

Similar es la forma en que he pasado el resto de los días de mi vida desde mi natalicio. Imponderable es mi deseo de libertad cuando en el más profundo éxtasis de mi soledad, observo a pájaros negros que revolotean alegremente y a ruiseñores a los que canto sin cesar, preguntándome si algún día volaré a su lado. Las únicas visitas cuyo recuerdo viven en mi memoria son las de mis tías, que viajan para garantizar aunque sea que mi corazón lata y me haya alimentado durante su ausencia, al igual que cuando se riega una flor para que no pierda su belleza. Fueron quiénes me narraron el relato que estará por hacerse realidad, ya tantas veces y con tantos matices de palabras, que podría repetirlo infinitamente sin equivocarme.

A mis padres, sus reales majestades, el rey y la reina, no los he conocido más que de nombre, por lo que ya los creo muertos o desaparecidos. Oh, mi vigoroso padre Stefano, que por mí ha ordenado quemar en una hoguera cuyo fuego jamás se apaga, cada rueca visible en el horizonte, ¿O en realidad habían sido telares? Extraño que no recordara ese detalle. De pronto, mientras mi concentración se ocupaba de aquella disyuntiva, reparé en unos pasos en la escalera. La impenetrable entrada cede en un estruendo de astillas que deja al descubierto el filo de una espada y su portador, un hombre de mediana edad, tosco, canoso, y con impoluta armadura.

––¿Quién sois vos, noble caballero? ––pregunté tan aterrada que me temblaba la voz.

––Podéis llamarme Felipe ––respondió con la voz extraña, ya que con la mano se cubría la nariz.

––¿Pero acaso sois vos, mi príncipe azul? Habéis llegado demasiado temprano...

––Callad y seguidme, que el viaje de regreso es largo.

––¿Pero a dónde me llevaréis?

––A unirnos en santo matrimonio, para salvar a tu reino del sueño eterno, pues eres la última sobreviviente de tu dinastía ––me explicó mientras me tomaba fuertemente por el brazo para llevarme consigo.

––Le ruego que me perdonéis Su Alteza, pero me rehúso a contradecir al destino ––resolví mientras me soltaba, indignada por los modales del príncipe.

––¿Acaso creéis que esto es un cuento de hadas?

––No, pero os aseguro que se realizará, presagio es el dormir de mis lacayos, encantados por las hadas, para que puedan servirme a mi despertar.

Felipe se desvaneció entre las sombras del pasillo y regresó casi al instante, arrastrando un hombre por el cuello cuya identidad estaba oculta detrás de un yelmo.

––¡¿Acaso os parece que este ser duerme?! ––bramó desenmascarando al soldado y lanzándolo sobre mis brazos.

El cadáver tenía la mitad del rostro podrido, pero aún podían verse sus ojos bien abiertos y cómo un líquido negro le corría por los labios. Lo solté instantáneamente en un impulsivo acto de repulsión y espanto.

––Poco gentil sois, Su Alteza ––le expresé irritada, nuevamente por su falta de cortesía.

––Agotad mi paciencia, princesa, y llevaréis con vos a la tumba la imprudencia ––declaró amenazándome con la punta de su espada rozando mi cuello, lo que hizo que el pavor me cortara la respiración––. Vendréis conmigo y te reverenciaréis ante mí como tu cónyuge, sea a favor o en contra de tu voluntad.

––Sea en contra entonces ––revelé asustada, pero convencida de mi decisión.

Lo que sucedió después se presenta difuso e impreciso en mi reminiscencia. Recuerdo que aquel hombre me empujó sobre mi lecho con tal violencia que mi cabeza golpeó contra un ropero. Lancé un alarido de horror, pretendiendo inútilmente que alguien me socorriera.

––Nadie puede os oye, los muertos no oyen...

Comencé a sollozar desconsoladamente mientras él sostenía mis brazos y piernas para que no huyera, intenté resistirme pero la hoja de metal aún ponía en riesgo mi vida. Tomó delicadamente una hebra de mi cabello y pronunció lo siguiente como si estuviera evocando un hechizo que hubiera repetido toda su vida, esperando a ver los efectos con sus propios ojos.

––Cabellos dorados cuál rayos de sol y rojos labios cuál carmín, vedla sumirán en un sueño sin fin.

Acto seguido, con sus asquerosas manos forzó el abrir de mi boca y me obligó a beber de un pequeño redoma oculto entre sus ropas, cuya infusión súbitamente me dejó sin fuerzas para continuar resistiéndome, invadiendo de pesar mis párpados y paralizando mis músculos, cuando la imagen delante de mí se borró deduje que ya estaba muerta o quizás, en mi desdicha, dormida; la realidad sería mi eterna pesadilla.

AuroraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora