Luna

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Nuestro pequeño hombre llegaba a la Luna, los periódicos le tenían en las páginas principales y la televisión difundía una biografía posiblemente falsa de él. Intentaban responder la gran incógnita del cómo fue posible que llegara hasta esas alturas.

La televisión agregaba momentos de su vida, como el increíble final que había dado a los dinosaurios gigantes que se paseaban en el jardín de la tía. Más noches como esta prometían las televisoras pues la historia de Eugenio Santiago todo el mundo la debía conocer. La debían de admirar y le debían de respetar por las incontables amenazas a las que se había enfrentado a lo largo de su dichosa vida.

Los fuegos articules pisaban los talones de la estratosfera y las casetas telefónicas en la Luna sonaban para que al instante Eugenio respondiera y les diera las buenas nuevas.

La gente aplaudía, se podía escuchar hasta la Luna la intensidad con que juntaban sus manos, los fuegos artificiales, o dios mío, los fuegos artificiales eran hermosos. Primero una E después una U y continuamente aparecían las letras hasta formar su nombre.

Pero a Eugenio Santiago no le parecía suficiente, desearía subir más si se pudiera, reconstruir su nave y tomar combustible del magma de la luna para así poder elevarse más y quizá con suerte pisar a la candente Marte.

Las casetas telefónicas están a todo lo que da, incluso su móvil empezó a recibir constantes llamadas y mensajes de apoyo moral para que se sienta orgulloso de su logro. Las llamadas en su móvil aumentan y a la vez lo hacen las casetas telefónicas de la Luna, todos los satélites han conectado con la Luna para lograr una mejor interferencia, suenan y suenan al punto de que los terrícolas pueden escuchar los sonares de los teléfonos lunares.

Eugenio busca en los cráteres lunares residuos de magma, pero recuerda que la gasolinera no labora los martes en la Luna, por lo que tendrá que quedarse sentado hasta el jueves, sentado mirando cómo le mandan felicitaciones desde la Tierra, sentado mirando como gira el mundo en sus respectivas veinticuatro horas, y la Luna no habla, al menos no con quien le resulta insignificante.

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