Desde niño tuve atracción por saber qué había al final de la escalera. Una puerta cerrada con candado impedía que mi curiosidad se acallara. Cuando mis padres y mi hermano dormía, me levantaba en silencio y subía, peldaño a peldaño, la crujiente escalera. Parecía que pidiera socorro, que quisiera alertar de mi presencia. Muy despacio acercaba mi oreja a la fría puerta de madera. Mi corazón latía acelerado y sabía que el miedo a ser descubierto alimentaba mucho más el morbo de mi aventura nocturna.
Pero aquella noche algo distinto sucedió. De repente, en mitad de la oscuridad y siendo capaz de escuchar el sonido del silencio, una voz ronca dijo con total claridad: "¡Vete de aquí!".
