El Gato de la Vecina

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El gato apareció de la nada en su apartamento.

Ocurrió una tarde soleada de agosto. Manuel abrió la puerta agotado luego de un largo día de trabajo y se lo encontró de frente, mirándolo con ojos de espanto como si fuese él quien hubiese invadido de repente el hogar del felino y no al revés. Manuel le clavó los ojos con la misma incredulidad y parpadeó lentamente como esperando que desapareciera por su cuenta. No lo hizo. Al contrario, al instante en que Manuel puso un pie en su piso el gato le maulló suavecito, casi como un saludo, y caminó torpemente hacia su sala de estar, acurrucándose junto a la mesa de café cual dueño de casa.

El castaño lo siguió con la vista en silencio, cerrando detrás de sí, y empezó a buscar por su casa alguna respuesta para tal misterio. La ventana levemente abierta de su balcón agitó sus cortinas con culpa y Manuel lanzó un suspiro, sentándose en su sillón demasiado cansado para lidiar con ello en ese instante. Le echó una última mirada al perpetrador que ahora dormitaba sobre su alfombra, convertido en una pequeña bolita de pelos, y se dijo a sí mismo que mañana mismo se encargaría del cucho. Ese gato no dormiría más de una noche bajo su techo.

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Resultaba que el cucho no era un cucho cualquiera. El minino había llegado al edificio casi una semana atrás, en brazos de la hippie de su vecina de al lado. O así le había dicho el portero del edificio cuando Manuel llegó a la recepción con el ceño fruncido y el gato agarrado del pescuezo. La bestia se había atrevido a orinar en la alfombra durante la noche y ahora todo su apartamento olía a meado. Sin embargo, cuando Manuel subió a tirarle la puerta abajo con tal de que se hiciera cargo del pequeño asalta-casas se llevó una segunda ingrata sorpresa.

"Oh, se marchó hace unos días. No estoy muy seguro a dónde. Creo que le dieron vacaciones o algo así." Le comentó el anciano de blanca barba con absoluta tranquilidad, acomodándose mejor los lentes para poder observar a la mota negra que cargaba Manuel. "Que raro que haya dejado al gato solo." Agregó el hombre, exasperando aún más al castaño.

Fantástico. Absolutamente fantástico.

Ahora resultaba que Manuel no solo debía aguantar el insoportable olor a incienso con el que la loca de al lado se ahogaba día y noche, y su música alternativa despertándolo en la madrugada, y las veces que intentaba leerle las manos o venderle cristales para mejorar su humor; sino que también debía cuidarle su gato hasta que se decidiera a volver de sus vacaciones.

Manuel lanzó un bufido de frustración, luchando por abrir la lata de comida que había comprado en el quiosco de la esquina. Dejó el plato al lado de los periódicos que había colocado para que el intruso no volviese a orinarle la alfombra, y el gato se acercó a su mano ronroneando ante su tacto.

"No. Eso no, nada de coqueteos. Ni pienses que lograrás seducirme." Le advirtió Manuel con el ceño fruncido. "A la primera oportunidad te vas de esta casa, ¿me oíste? Ahora come."

El gato solo lo miró con sus ojos verdes grandes antes de olisquear la comida que le ofrecía Manuel. Y por primera vez el castaño maldijo el silencio en que estaba sumido su piso del edificio.

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La primera semana con el gato de la vecina no fue nada fuera de lo ordinario. Manuel tuvo que comprarse un arenero y gastar algunas horas explicándole al cucho cuál era su función y cómo debía usarlo, pero el felino aprendió rápido. Y Manuel ya no tuvo que preocuparse por otro accidente como el de la alfombra.

Se estableció una rutina diaria. Manuel dejaba comida y agua para el felino en la mañana y se iba al trabajo. Luego al volver, cambiaba el agua y dejaba más comida antes de sentarse a ver televisión o leer algún libro. A ninguno de los dos parecía molestarle el poco contacto que había entre ellos y ambos aparentaban estar felices por su cuenta. Sin embargo, había un detalle que a Manuel no se le escapaba, y era que el gato parecía estar comiéndoselo con los ojos. Cuando despertaba en la mañana lo veía en el marco de la puerta con las orejas paradas, muy atento. Si iba al baño el cucho lo seguía con la vista y esperaba afuera de la puerta a que saliera. Si leía sentado en el sillón los orbes verdes le observaban fijamente, moviendo las orejas cada vez que daba vuelta a una página. Y a donde sea que fuese o se acomodase el gato lo tenía bien vigilado.

El Gato de la VecinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora