Estoy sentada en el borde de un acantilado, mirando la extensión de bosque que se extiende a mis pies. Robles, hayas, castaños... Nada que ver con los pinos a los que estaba acostumbrada. Si miro hacia arriba, veo las rocas de una enorme montaña, grises y puntiagudas.
Aquí se respira la paz.
Es casi la hora de comer, así que me levanto y voy caminando por el sendero, de vuelta al pueblo. Es verano, y el camino está cubierto de algunas hojas verdes que se levantan cuando paso cerca de ellas.
Salgo del bosquecillo y llego al claro, donde se alzan las casitas de piedra de este lugar al que hemos aprendido a llamar hogar. No es el primer sitio donde intentamos instalarnos, claro: por el camino, encontramos más pueblos que habían sobrevivido al éxodo, pero no pudimos quedarnos mucho tiempo en ellos. Las gentes de las montañas son desconfiadas, y no aceptan a cualquiera. En este lugar, sin embargo, a pesar de que en ocasiones nos miren raro, ya llevamos viviendo un par de años.
Las calles están desiertas, ya que todo el mundo come a esta hora, casi las tres de la tarde. Aquí nos alimentamos de lo que cultivamos y del ganado. Entre Eduard y yo cuidamos un pequeño huerto que tenemos en la parte de atrás de nuestra casa. Intercambiamos algunos productos por comida que no cultivamos nosotros, como manzanas o lechugas, o por carne, miel, leche...
Me dirijo a la puerta y la abro. Siempre la dejamos abierta.
Me llega el olor de las lentejas que prepara Eduard, su especialidad. Él está en el comedor, poniendo la mesa. Me mira y sonríe.
–¿Y las niñas? ¿No estaban contigo? –pregunta.
Me doy la vuelta de inmediato y salgo a buscarlas. Les encanta jugar fuera, pero siempre se olvidan de la hora de comer. Por suerte, sé dónde encontrarlas. Voy caminando al límite del pueblo con el bosque, y ahí están.
La mayor, Zoe, está construyendo una cabaña de palos que encuentra tirados entre los árboles, mientras la pequeña, Ana, corretea a su alrededor jugando con las hojas.
Zoe tiene ya ocho años. Es una de las niñas más altas del pueblo. Lleva el pelo rizado y oscuro recogido en dos coletas que le hice esta mañana. Va vestida con unos pantalones vaqueros cortos, unas botas de montaña y una camiseta azul claro. La pequeña Ana tiene tan solo cuatro años, y no se parece en nada a mí. Ha salido prácticamente igual a Eduard, aunque tiene la piel más clara y los ojos de color verde, como los de mi madre. Ella lleva puesta una camisa de cuadros roja y unos pantalones de color marrón.
–¡Mami! –exclama Ana cuando me ve, y corre hacia mí. La cojo en brazos y les digo a las dos:
–Es ya la hora de comer.
Zoe no me hace caso. Está muy concentrada con su cabaña, así que me acerco y la cojo de la mano.
–Venga, no te hagas de rogar... –le digo con una sonrisa.
–Ya voy, pesada –dice al fin, soltando el palo que tenía en la mano y dejándose arrastrar por mí.
Entramos en casa y corren a sentarse en la mesa. Yo me paro un momento a mirarme en el espejo de la entrada.
Me he dejado crecer el pelo, que me llega por los hombros. Tengo algunas arrugas, sobre todo a los lados de los ojos, y mi piel se ha acostumbrado al sol y está de un color dorado. Ha pasado mucho tiempo, pero en el fondo sigo pareciendo la misma.
Los recuerdos siguen en mi memoria, aunque tan solo los peores momentos. Los que hace que me despierte con pesadillas.
–¿Vienes a comer, Alicia? –me llama Eduard, que ya está sentado a la mesa con las niñas.
–Sí, voy.
Ya me dirijo a la mesa cuando alguien llama a la puerta. ¿A estas horas?
Me llevo la mano por instinto sobre la cadera, donde debería estar mi pistola. Suspiro al notar que no está y me acerco a la puerta.
No puede ser alguien del pueblo. Si lo fuese, la habría abierto ligeramente y se habría asomado con una sonrisa en la cara. Pero claro, no puede ser que venga de fuera. Nosotros fuimos los últimos forasteros en llegar.
Dejo de darle vueltas y la abro.
Al principio, no reconozco a la persona que se encuentra al otro lado del umbral.
–Hola, Alicia –saluda con su inconfundible acento.
Es Niels.
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El Barrio de la Justicia
Bilim Kurgu"Hacía tiempo que no estaba tan eufórica ni me sentía tan bien, pero tengo que pararme cuando la canción ya está llegando al final. Hay alguien detrás de mí. No lo he visto, pero lo sé. Se me resbalan los cascos de la cabeza cuando la giro rápidamen...