Lo más curioso era todo

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Viajé a un solitario pueblo, donde encontré un hogar propio. Aunque no se podría decir que era precisamente "hogar" y mucho menos "propio", más bien era una casa abandonada con humedad de la que me adueñé sin que nadie supiera. Yo era el "viejo Joseph", el que habitaba la casa con plagas e impregnada de olor a hierba durante todo el día, todos los días. Era también ese que estaba solo, y deambulaba por las calles en busca de una cura que me hiciera olvidar lo desgraciada que era mi vida.

Empecemos.

Luego de "acomodarme", fumé un poco, lo suficiente para trabarme, para calmarme, e intentar no pensar en qué pasaría a continuación. O tal vez lo que quería no era olvidar lo próximo, era a mí, a mi piel grasosa y débil, a la madre y hermana que había dejado atrás, el hermano que había muerto, el padre que nunca regresó, la rata que me miraba con atención, y el dedo que se me estaba quemando.

—¡Mierda! —me puse de pie de un salto— Me he quemado el puto dedo.

La rata se asustó y escondió bajo una cama de madera podrida, que había bajo una cortina desteñida, húmeda y con hongos. Yo por mi parte, aunque el objetivo era olvidar, me vi en la obligación de pensar en que sería lo que haría ahora.

Quizá podría ir a caminar —pensé—, o podría fumar hasta perder la noción del tiempo y de quién soy, o podría robar para solucionar la necesidad de comer hoy —recordé entonces que  me quedaba un poco de dinero—, o podría comprar mucha droga con el dinero hasta morir de sobredosis como Chris, o tal vez ir a una fiesta, o dormir, o recorrer el mundo entero.

La opción más favorable parecía ser ir a caminar, a conocer el lugar, «la vuelta». Y así fue.

Dejé atrás la casa, al igual que en un pasado mi vitalidad; y me adentré en las calles oscuras, desconocidas y sucias. Era un lugar donde nada tenía su sitio; ni la basura, ni los autos, ni los intentos de jardines, ni los bichos hambrientos, ni el hombre que descansaba en el suelo sobre un cartón, ni yo.

Cuando estaba drogado, mi conciencia parecía tomarse un descanso. Disfrutaba, entonces, no de pensamientos; sino del movimiento constante de mis piernas, el choque de mis pies contra el piso, y en ocasiones con el lodo de charcos y la sensación de las gotas caer sobre mí. Quise descansar, aunque no me dolían los pies, ni tenía frío.

Me senté en un andén, donde disfruté de la vista que me proporcionaba un no muy espectacular mirador, y el delicioso sabor de mi amada mujer, de su calidez y buena vibra. De repente, el ambiente pacífico se tornó pesado, y el olor de la crespa se esparció; el cual me llamó la atención, ya que yo fumaba regular en aquel momento. Volteé mi débil pero pesado cuerpo, y vi un hombre con pinta parecida a la mía sentado a mi lado, pero con una particularidad que pude percibir al instante, pero no reconocer. Me identifiqué, él era como yo: esclavo de un vicio, con un vida difícil, una expresión de advertencia pero triste y por último rodeado de inmensa soledad. Al fin, tras unos 3 minutos, tomó la iniciativa:

—¿Fumas? —dijo, ofreciéndome de su hierba. Su voz era ronca y de bajo tono, como la de Chris—. Parece que necesitas algo más fuerte, ya sabes, para olvidar.
—Bastante que lo necesito —le recibí—. ¿Cuál es tu nombre?
—Hector. —dijo cortante, sin siquiera mirarme.
—Está buena. — dejé salir gran cantidad de humo con dirección al cielo.
—Disfrútalo. —Gruñó y se fue, dejándome con lo suyo en las manos.

Así terminé mi día, olvidándolo todo y fumando sin cesar, hasta volver a casa y poder descansar en el frío suelo.

Pasó el tiempo y me acostumbré a las cosas. Pero hubo un día en que creo haber perdido la cordura (si es que un poco me quedaba).

Era domingo. Mi cuerpo me pedía fiesta con ansiedad. Todo el mundo se divertía y yo no sería la excepción. Sin asearme, con la ropa menos sucia y los dientes no muy limpios; fui en dirección a eso que me aceleraba.

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