Capítulo 2

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Esa misma tarde, en el centro de la ciudad.

—¡Estoy harta de ti! ¡Deja de tratarme como si fuera una niña pequeña! No tengo cinco años, mamá. He crecido. Puedo cuidarme sola.

La chica recoge su mochila, sale de su casa y cierra la puerta de un golpe. Baja las escaleras de dos en dos, sin cambiar su expresión seria.

—¡Diana!— dice el eco de la escalera con la voz de su madre.

No quiere escucharla. No va a darse la vuelta. Es hora de que su madre se entere que ya tiene diecisiete años y puede pensar y hacer lo que ella quiera. Diana está cansada de que no la deje salir. Desde que su padre murió en aquel accidente no puede hacer nada. Sí, entiende que su madre cayera en una depresión y tuviese que estar con ella, pero ya hace tres años de eso. Ella ya lo ha superado.

Abre la puerta del portal de su edificio y sale, decidida, a la calle.

—Joder, ¡qué frío!— masculla. No ha cogido la chaqueta, y no piensa subir a por ella.

En un semáforo en rojo, Diana nota su móvil vibrando en el bolsillo de su pantalón. Lo saca y observa su pantalla. Su madre. Cuelga. No es la primera vez que la llama. No se había dado cuenta. Apaga el móvil y lo guarda. No quiere hablar con nadie, y menos con su madre. El semáforo se pone en verde y sigue su camino, el cual no lleva a ningún sitio.

La chica, después de estar un buen rato andando, busca con una mirada desesperada una cafetería donde resguardarse del frío. No muy lejos hay una, así que aligera el paso y rápidamente llega a la puerta. Temblando, la empuja y entra.

—Mierda— dice para sí misma. Está completamente llena.

Diana se queda al lado de la puerta, de pie, esperando a que alguna mesa se vacíe. Al cabo de unos diez minutos de espera, a su izquierda, una pareja se levanta y ella corre a sentarse en la mesa ahora libre. Un camarero muy guapo, no mucho más mayor que ella, se acerca y quita las dos tazas vacías que la pareja había dejado.

—¿Te tomo nota, preciosa?— dice, con una sonrisa perfecta.

—Mmm... Sí— contesta Diana, dejando ver sus enormes ojos azules —. Un café mocca, por favor.

—¿Algo más?

—No, es todo, gracias.

El chico le guiña un ojo y se marcha a la cocina. Al rato, vuelve con el café y una magdalena en una bandeja y deja ambas cosas sobre la mesa.

—Invita la casa— dice señalando la magdalena.

—No hacía falta, gracias.

—No hay de qué, preciosa— dice, volviendo a guiñar un ojo.

El camarero se va para atender a un grupo de chicos y Diana suelta una risita nerviosa mientras se calienta las manos con la taza. Suspira, aliviada. Ya no tiene frío.

Palabra del destinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora