Parte única

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Una roca había golpeado su cabeza, no era muy grande, pero de igual manera resultaba extraño que ocurriera algo así en una habitación que no tenía ventanas. Tomó el objeto causante de su curiosidad para darse cuenta que a este se le unía una nota.

Se levantó del piso rápidamente alisándose su arrugado vestido de tela verde. Desenroscó el papel de aquel guijarro gris para poder leer de forma correcta el escrito atado a él.

"Sigue tus instintos, cazadora."

Aquello no decía más, lo cual la perturbaba.

Lo primero que vino a su mente después de la confusión inicial fue el libro que había leído a escondidas unos años atrás. Era de los dioses de la antigüedad; recordó a Artemisa, la muchacha que descaradamente se hacía llamar diosa y era seguida de sus cazadoras, esas chicas que no le pertenecían más que a la luna.

Deseó por un momento que se tratara de esa mujer tan venerada por la antigua civilización.

Pero he aquí el problema: en esa época el paganismo era castigado con un pase directo a la horca. Ella no quería llevar vergüenza a su familia.

Rezó todas las oraciones aprendidas en el intento de pedir a Dios disculpas por su desconfianza; después se preguntó si él pudo haber sido aquel mensajero pero descartó rápido esa idea, la iglesia no permitiría que una mujer fuera a cazar e incluso era mal visto que una anduviera por allí con un cuchillo a no ser que fuera para cocinar.

Eran demasiados enigmas por lo que decidió darle un poco de orden a su cabeza. Primeramente era tratar de averiguar de dónde había salido la piedra.

Caminó en dirección a la escoba después de darse cuenta que sus pies descalzos se encontraban pintados de hollín y polvo de carbón. Barrió de forma inconsciente y cuando su mente volvió en sí se dio cuenta que cada vez más aserrín negro aparecía. Se levantó la parte inferior del vestido en un acto reflejo para no mancharlo.

Apoyándose únicamente en el metatarso de sus pies trató de avanzar pero con una mezcla de miedo, fascinación y extrañeza vio que el polvo llegaba a la altura de sus levantados tobillos.

El suelo estaba completamente cubierto y en un pequeño paso que dio su pie se hundió hasta la mitad de su muslo por debajo del tablado de madera desgastada del piso obligándola a recostarse en el. Eso la hizo gritar de horror. Nadie llegó.

El polvo continuó devorándola hasta que quedó sepultada en negro absoluto con el eco de sus gritos como música de fondo, luchaba contra las miles de manos heladas que sentía recorrerle las piernas y el abdomen. El hollín metiéndose en su nariz y quemándole los pulmones, impidiéndole respirar. La adrenalina en sus venas aumentó cuando escuchó a una mujer llorar y reír, después hablar y recitar a canto sombrío en un idioma tan tosco que no pudo reconocerlo.

Siguió sacudiéndose en medio del suelo de la bruma y desgarrándose la garganta mientras pedía ayuda a quien quisiera escucharla. La desesperación comenzó a hacer estragos en su mente después de lo que parecía una hora moviéndose para liberarse de aquellas manos invisibles y simplemente terminó por arañar la piel de sus brazos y piernas hasta que la carne se levantó y quedó entre sus uñas.

—El precioso rojo de tu sangre te hace ver más divina. Despierta.

Le tomó unos minutos salir de su trance y darse cuenta de que ya nadie la estaba tocando, que al abrir los ojos ya no había oscuridad y que no sabía dónde estaba.

Una mujer sentada en una silla de madera tallada frente a una ventana la observaba con determinación, sus cabellos eran pelirrojos y ondulaban sobre sus hombros, sus ojos un mosaico de miel y verde ligeramente hinchados. Portaba un vestido café simple, sin ningún adorno y de mangas largas además un prominente escote en forma de V

Contratos a tinta rojaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora